Tienes problemas -dijo Edipa con los ojos puestos en la pantalla y notando la calidez del muslo masculino a través de los pantalones de ambos.

-Los turcos están arriba con reflectores -le explicó Metzger poco después, sirviéndose tequila y contemplando la inundación del submarino de bolsillo-, lanchas patrulleras y ametralladoras. ¿No te apetece apostar a ver qué pasa?

-Claro que no dijo Edipa-. La película ya está hecha.

-Metzger se limitó a sonreír-. Una de tus proyecciones interminables.

Thomas Pynchon, The Crying of Lot 49

Ya a principios del siglo XIX, cuando Madame de Staël viajaba por Alemania, era por lo visto un oficio muy concurrido: «Igual que en ciertas ciudades hay más médicos que enfermos, en Alemania existen a veces más críticos que autores». Pero esta multitud de críticos fue comparada por uno de ellos, Joseph Görres, en un ensayo de 1804, con «víboras venenosas que se revuelcan en tribunales en la sombra»; Görres no se anduvo con rodeos cuando dijo qué opinión le merecían: «Son los representantes de la infamia».

Marcel Reich- Ranicki, Sobre la crítica literaria

[…] El Tristero a secas ( como si fuese un titulo secreto), poner punto final a su encierro en la torre, en tal caso la infidelidad de aquella noche con Metzger tenía que ser lógicamente el punto de partida; lógicamente. Sin duda era esto lo que más acabaría por obsesionarla: que todo estuviera articulado lógicamente. Como si a su alrededor hubiese (tal como había adivinado nada más llegar a San Narciso) una revelación en curso […]

Thomas Pynchon, The Crying of Lot 49

El primer hijo de la belleza humana, de la belleza divina, es el arte. En él se rejuvenece y se perpetúa a sí mismo el hombre divino. Quiere sentirse a sí mismo, por eso coloca su belleza frente a sí. Así se dio el hombre a sí mismo sus dioses. Pues al principio el hombre y sus dioses eran una sola cosa, y en ella, desconocida de sí misma, estaba la belleza eterna.

Hölderlin, Hiperión o el eremita en Grecia

Lo ve venir. No lo reconoce. Aun así. No por la ropa, ni por la forma de andar, sino por ese espesor en el aire que precede a ciertas cosas. No grita. No acelera el paso. No cruza la mirada, algo dentro la obliga a alejarse. No huye. Se desplaza. Con una lentitud exacta. Calculada sin querer. La barra en su mano no pesa. No tiembla. No se justifica. No es un arma. Tampoco una herramienta. Es prolongación. Parte suya. Parte del suelo. Parte de algo no dicho que aún no ha sucedido. La luz no cambia. El sonido permanece. Pero ya no es el mismo mundo.

Después, el pasillo del hospital. Paredes que no miran. Nadie pregunta su nombre, tampoco lo da. La herida limpia. Abierta sin furia. Un corte sin propósito. Una rendija. Manos enguantadas tocan sin tocar. La limpian. Le retiran el miedo sin decirlo. Nadie habla de trauma. Nadie escribe urgencia. Solo gestos. Movimiento preciso. El cuerpo tratado como resto, como síntoma, como superficie sin historia.

Frente al ordenador, una espalda que ya ha escrito demasiadas veces la misma frase. Los dedos estiran la sintaxis hasta romperla. Suavizan los bordes. Neutralizan los hechos. No se habla de agresión. Se enuncia un evento. Se registra un incidente. Se evita el sujeto. Sabe cómo hacerlo. Ha sido entrenado para eso: narrar sin decir, transformar lo ocurrido en dato sin herida, archivar sin testigo. La palabra que no duele es la única que sobrevive.

Más lejos, el televisor arroja su resplandor sin temperatura. Una voz informa de otra cosa. Algo distante. Algo controlado. El gráfico, la curva, la música de fondo. No hay sorpresa. No hay lugar para la intrusión. Todo sigue bajo control. El hervidor se activa sin sed. Una vibración mínima. El agua comienza a agitarse. No hay prisa. No hay necesidad. Solo la escena. No mira el teléfono. No porque no espere una llamada. Sino porque sabe que si hay mensaje habrá que responder. Y si responde, ya no podrá fingir que nada ocurrió. Así que lo deja vibrar. Lo deja callar. La vida continúa. Pero no la suya.

Lo vieron. Unos de frente. Otros solo el rastro. Pero lo vieron. No supieron qué hacer. Las piernas no respondieron al aviso que llega antes que el miedo. La conciencia tarda más que el cuerpo en aceptar lo que ya ha comenzado. Una puerta se cierra con violencia contenida. Una mujer se deja caer contra la pared, no llora por el susto, sino por no haber entendido a tiempo. O por haberlo hecho demasiado pronto. El perro se agita, no porque lo entienda, sino porque lo huele. El hombre lo tira de la correa. Se aleja. Cree que ya no lo alcanzan. No hay gritos. No hay teléfonos levantados. No hay registro. Hay pasos. Ventanas cerradas. Miradas que no saben si deben recordar.

La radio no decía nada, pero lo repetía todo. Aquella melodía para piano, frágil como si viniera desde una habitación enterrada, seguía cayendo nota a nota. Como si aún quedara alguien que esperara. Temas en orden programado. Publicidad de seguros. Voz que promete tranquilidad. Afueras. Movimiento lento. Gesto invisible. Una sombra que no deja huella, pero arrastra consigo algo más denso que el aire. Nadie quiere imaginar lo que viene. No porque no lo adivinen, sino porque nombrarlo sería volverlo inevitable. Se escapa uno. Se cura otro. Nadie lo dice. No por indiferencia, sino porque no tienen idioma para ese tipo de cosas.

La policía encuentra la barra. No pesa. No acusa. Descansa. No es evidencia, es decorado. La hoja del informe. Fría. Horas. Coordenadas. Tiempo transcurrido. No hay nombres. No hay emoción. Una cámara registró parte del trayecto, pero no sirve. El ángulo era inservible. El audio contaminado. La luz, errática. Se decide no emitirlo. No por ocultarlo, sino porque nadie sabría dónde ponerlo.

Al día siguiente, el periódico habla de otra cosa. Un incendio lejano. Un acuerdo comercial. Las bolsas que se recuperan. En un banco, alguien hojea las páginas buscando algo que no sabría cómo leer. No encuentra su historia. Ni su parte en la historia. El presente se ha reordenado de manera entrópica. Lo que no se dice no se olvida. Solo se vuelve inhabitable.

No ha salido del dormitorio. Se ha cambiado de ropa sin saber por qué. La camisa anterior tenía otro olor, uno que ya no quiere cerca: asfalto húmedo, metal sin pulso, algo a punto de ocurrir que no ocurrió del todo. El pasillo no termina. La luz no llega al suelo. Flota. No alumbra. Incomoda. Hay cosas fuera de sitio. El borde de la alfombrilla, una silla apenas movida, el vaso sin la marca del dedo. No recuerda haber tocado nada.

El hervidor se enciende solo. No hay sed. Solo el sonido. Las burbujas suben. Observa el vapor como si pudiera decirle algo, como si ahí dentro se escribiera la versión verdadera de lo que pasó. Evita el teléfono. No por miedo a la noticia. Por miedo a no tener nada que decir si alguien pregunta. Abrir la boca sería darle forma a lo que aún no ha comprendido.

En la calle, el banco está vacío. Una grieta parte la acera. Las hojas húmedas pegan al suelo sin forma. Ya no hay barra. Pero queda la presión. Un temblor en los dedos que no viene del frío. La mirada de los otros no pregunta. Apenas atraviesa.

En el despacho alguien redacta una frase. La misma. Cada día. Se edita sola. Sin sujeto. Sin verbo de acción. El tiempo se vuelve impersonal. Las decisiones, también. La pantalla solo muestra lo que ya no hiere.

La ventana siempre da a lo mismo. Pero no es lo mismo. Un cubo desplazado. Una bicicleta con la rueda torcida. Un periódico sin recoger. No lo ve. Lo percibe. Como si la escena se preparara para alguien más. Pero nadie entra.

El televisor sin sonido. Imágenes que giran. Una receta. Un desfile. Una detención. Un incendio. Nadie mira. La taza vacía aún está en la mano. El líquido frío. La otra mano sobre el muslo. Hay alguien al lado. No se tocan. No hablan. Respiran en el mismo ritmo sin compartir el aire. Hay algo nuevo entre ellos. Sin nombre. Sin forma. Solo peso.

La pantalla parpadea. Letras blancas sobre negro: “No hay constancia de incidentes relevantes. No hay nada que informar.” La taza cae. No se rompe. El sonido queda en suspenso. No es un golpe. Es un aviso. Lo que no se dice no desaparece. Se acomoda. Se queda.

No le sobra nada, es justa y exactamente lo que combatimos. (…) Me da tanto miedo como a un indio la Virgen si se le apareciera.
— Thomas Pynchon, The Crying of Lot 49

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