«L’amour, l’amitié, les œuvres qu’on compose: tout d’un coup un fragment d’acier aimante mille fragments de tout ce qui nous entoure et qui est épars… C’est une obscurité qui luit.»

Pascal Quignard, Petits traités I

El yo no es una síntesis estable, sino una relación que debe aprender a sostenerse en el desequilibrio.

Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal

Tous les matins du monde sont ans retour

Todas las mañanas del mundo—y con esto no me refiero solo al giro terrestre y su aparente relación causal con la aparición de la luz solar en determinadas zonas horarias, sino al peso real, físico, subjetivo, que implica el inicio de la conciencia tras el sueño (cuando hay sueño, y cuando es, digamos, reparador, lo cual no siempre ocurre)— se levantan sobre un cuerpo. No un cuerpo ideal, no el que aparece en manuales de anatomía con sus cortes transversales impolutos o en anuncios de bienestar holístico donde el cuerpo es vehículo y templo y todo eso, sino este : el que habito, el que tiembla, el que lleva cicatrices como puertas tapiadas.

Amanece adentro. La luz no cae. Se infiltra. Lo hace de manera casi quirúrgica, como humedad que encuentra poros donde no debería haberlos. Y cada rayo (hablo metafóricamente, pero también de forma casi térmica y literal) parece cargar una especie de veredicto: ya estás despierto, ya empieza a deshacerse lo que anoche parecía seguro. Cada día es, por decirlo de alguna manera que no suene excesivamente dramática pero tampoco ingenua, un proceso de combustión. Lento, invisible, perfectamente legal.

El cuerpo—esta ciudadela de carne que no firmó contrato para su fundación—es un espacio ruinoso de pasadizos ocultos y corredores que no llevan a ninguna parte salvo a otra parte igualmente conocida por el nombre de «yo». La respiración recorre esas calles internas como el viento recorre una ciudad en la que hubo guerra pero no se escribió sobre los vencidos. El corazón, esa plaza mayor que sigue latiendo (sin mayor entusiasmo, sin protesta, sin permiso), está ahí como centro burocrático de lo inexplicable.

Una vez, durante uno de esos días en que el calor no viene de afuera ni responde a ningún gradiente de temperatura ambiental sino que aparece en las alturas internas del pensamiento—donde se forman las hipótesis rápidas, los recuerdos inesperados, las autocondenas privadas—, comprendí que el fuego no necesita un motivo. Algunos incendios comienzan sin chispa. Algunos temblores no se anuncian.

Y el temblor (no me refiero solo al fisiológico, aunque ese también tiene su lugar, sino al otro, el que llega como una palabra que no se dijo a tiempo o una mirada que se repite en bucle en la memoria sin contexto) es ese visitante que llega sin pasaporte ni declaración de aduanas. Entra. Toca. Reordena. Enciende luces que uno ya había apagado por estrategia o por agotamiento. El temblor tiene esa capacidad: reactiva lo que se creía petrificado.

No permanece. No viene para quedarse. Llega, perturba, y se va. Y cuando se va, deja una ciudad más desordenada que antes de su llegada. Como si hubiera abierto archivos antiguos y los hubiera mezclado con notas del margen escritas en otro idioma. Las rutas internas cambian. Hay zonas por las que ya no se puede transitar sin sobresalto. Y sin embargo, uno espera que vuelva.

La escritura viene después. Siempre después. No durante el incendio ni en el momento exacto del temblor, sino cuando ya no hay humo pero la ropa aún huele. Se escribe como se recompone un plano a partir de fragmentos carbonizados. No para reconstruir, que quede claro, sino para marcar el sitio de la pérdida. Es una forma de documentar lo irrecuperable.

Cada palabra es un intento (fallido, pero digno) de levantar algo con materiales inadecuados. Se escribe con ruinas y sobre ellas, con palabras prestadas, con ecos de otras voces que resuenan como si fueran propias. El lenguaje no reconstruye la ciudad, pero permite trazar un mapa de lo que fue derrumbado. Y en ese mapa, a veces, se puede respirar.

Escribir es decir: «todavía estoy aquí». No indemne. No intacto. Pero presente. El texto no es refugio, sino trinchera. Es un modo de seguir, aunque sea sin avanzar. De fijar el temblor antes de que se borre.

Y en el centro de todo, el corazón. No el órgano como tal, sino el espacio simbólico que ha recibido todas las proyecciones poéticas desde tiempos pre-cartesianos. Esa plaza central donde aún laten nombres, donde aún retumba el eco de pasos que ya no están. Late no porque quiera, sino porque no sabe hacer otra cosa.

Cuando el temblor regresa (porque a veces regresa, casi nunca cuando se lo convoca), es en esa plaza donde se instala. No pide permiso. No explica su intención. Simplemente ocupa el centro. Y algo en el corazón—ese archivo de colisiones y demoras—reconoce el movimiento.

A menudo, sin embargo, la plaza queda vacía. Y es entonces cuando el latido se vuelve más fuerte. Como una campana que nadie toca pero suena. Como si esperara. Como si dijera: «es ahora». La escritura responde a ese llamado. Con torpeza. Con obstinación. Con reverencia.

Corro dentro de mí. No con las piernas, sino con la atención. Me desplazo por avenidas nerviosas, por callejones musculares, por túneles de aire y saliva. En los bordes crecen los abedules del silencio. Tiemblan. No dicen. Pero acompañan.

Toco la página como quien palpa el muro interior de su propia celda. La escritura es eso: una forma de presenciar. El cuerpo es la ciudad que nunca se evacua del todo, aunque esté en ruinas. Y siempre está a punto de caer.

A veces el fuego vuelve. Sin anunciarse. Se siente en el pecho como madera húmeda que cruje. El corazón no arde, pero recuerda. Es entonces cuando entiendo: no escribo para salvarme. Escribo porque aún quedan estancias que avivar. Porque a veces lo único que ilumina son las ascuas.

Epílogo

L’amour, l’amitié, les œuvres qu’on compose: tout d’un coup un fragment d’acier aimante mille fragments de tout ce qui nous entoure et qui est épars. C’est l’emboîtement étrange du coït, c’est la cristallisation des cristaux, ou des poissons qui se minéralisent, le ciel, le temps: tout se polarise et fait récit soudain.
La passion, ce n’est qu’un immense roman à deux chuchoté, d’une exclusivité farouche, où tout tirage est interdit et dans lequel tous les souvenirs et tous les événements de la journée et du passé confluent.
J’aime les collusions des vagues de tempête qui reviennent de façon infatigable sur les roches noires qui les déchirent. C’est une obscurité qui luit.

El amor, la amistad, las obras que se componen: de pronto, un fragmento de acero imanta mil fragmentos de todo lo que nos rodea y que está disperso. Es el ajuste extraño del coito, es la cristalización de los cristales, o de los peces que se mineralizan, el cielo, el tiempo: todo se polariza y forma relato de repente. La pasión no es más que una inmensa novela cuchicheada entre dos, de una exclusividad feroz, de la que está prohibida cualquier tirada y en la cual todos los recuerdos y todos los acontecimientos del día y del pasado confluyen. Me gustan los choques de las olas de la tempestad que regresan de modo infatigable sobre las rocas negras que las desgarran. Es una oscuridad que brilla.

Pascal Quignard, Petits traités I

Le’ts be careful out there