No es necesario creer en conspiraciones para intuir que hay momentos en que el poder deja de gobernar y se dedica, simplemente, a ocultarse. Esta entrada no pretende revelarlo, sino seguirle la sombra. A veces basta con eso para empezar a ver.
🎧 Parergon auditivo
La noche no es un paisaje, sino un estado operativo del alma.
La noción de Estado Profundo, pese a su descrédito entre las inteligencias bienpensantes —esas que aún se nutren del catecismo ilustrado de las soberanías representativas—, no solo ha resistido el embate de la burla y el escepticismo, sino que ha madurado hasta convertirse en una categoría operativa imprescindible para entender el tipo de poder que verdaderamente rige en la contemporaneidad. Y al decir «verdaderamente» no me refiero aquí a una verdad de tipo metafísico, ni siquiera a una verdad de archivo o hemeroteca, sino a esa modalidad especial de verdad que, como ya insinuó Polibio, no reside en las proposiciones singulares sino en la organización misma del relato. Lo que hace verdadera o falsa a una historia no es la suma de los hechos, sino la disposición de su urdimbre.
Desde esta perspectiva, la presidencia de Joe Biden no constituyó un retorno a la normalidad democrática, sino la formalización pública de una lógica que desde hace décadas trabaja en la sombra: la administración del mundo por parte de una red de consultores estratégicos, inversores, diplomáticos reciclados y agentes de inteligencia, todos ellos integrados en una trama transnacional que actúa sin rendición de cuentas, sin mandato popular y, por supuesto, sin rostro. La firma Macro Advisory Partners es, en este contexto, el verdadero Comité Central de dicha maquinaria.
Fundada en 2013 y dirigida por antiguos altos funcionarios del MI6, el Departamento de Estado y la diplomacia británica —John Sawers, Nader Mousavizadeh, William Burns—, y nutrida por operadores globales como Jake Sullivan, Denis McDonough o Dominic Asquith, Macro Advisory Partners no asesora: configura. No estudia escenarios: los escribe. La diferencia entre la política y la consultoría ha quedado abolida en el momento en que los mismos que asesoran a los mercados redactan los discursos de los candidatos.
Sullivan, arquitecto en la sombra de la política exterior de Obama y cerebro estratégico del acuerdo con Irán, representa el nuevo tipo humano que esta estructura requiere: discreto, versátil, sin convicciones ideológicas sólidas, pero con una fe casi mística en el poder del algoritmo diplomático. Su paso por Macro —firma que no publica la lista de sus clientes pero entre cuyos beneficiarios se cuentan desde fondos soberanos hasta Uber— es el equivalente contemporáneo al paso por los seminarios de formación jesuítica en el siglo XVII: el verdadero poder se ejerce en los márgenes, en las zonas grises, lejos del bullicio parlamentario.
Blinken, por su parte, no solo resume en su genealogía personal (hijo de banquero de inversión, embajador, fundador de Warburg Pincus) la íntima relación entre el capital y la diplomacia, sino que ha hecho carrera en esa zona intermedia entre los intereses de la industria militar y la seguridad nacional. Pine Island Capital Partners, su firma de inversión compartida con Lloyd Austin III y el almirante Mullen, no es otra cosa que un laboratorio de lubricación entre el complejo militar-industrial y los fondos de capital privado. Ya no se decide si una guerra es conveniente o no; se decide si es viable financieramente. Y esa viabilidad se calcula como se calcula un dividendo o una revalorización bursátil.
En el plano de las infraestructuras financieras, el nuevo poder despliega su máxima eficacia. La compra de Refinitiv —empresa de datos financieros surgida de Thomson Reuters y Blackstone— por parte de la Bolsa de Valores de Londres no es una operación comercial: es un golpe de Estado en clave digital. Refinitiv, con sus índices FTSE Russell y su control sobre LCH Clearnet (la mayor cámara de compensación del planeta), permite decidir qué país es fiable, qué empresa merece crédito, qué deuda es basura. El algoritmo sustituye al embajador; el analista financiero, al ministro de exteriores. Y quien controla los índices, controla el relato.
En este contexto se reactualiza el viejo arte del narcotráfico. Lo que en el siglo XIX fue instrumento de guerra imperial —las guerras del opio, la fundación del HSBC como cámara de compensación del mercado negro— hoy se reinventa como red global de laboratorios químicos, cárteles empresariales y corredores financieros. El megasindicato asiático Sam Gor, liderado por Tse Chi Lop, produce desde Myanmar metanfetamina de calidad industrial, la distribuye a través de redes que van desde Guangdong a Frankfurt y lava el dinero en plazas financieras como Londres, Tel Aviv o Amberes. Es la droga como lubricante del sistema: no como escándalo, sino como normalidad estructural.
China, que sufrió en carne viva el expolio colonial, ha respondido con una lógica inversa: ya no son sus materias primas las que se extraen, sino sus precursores químicos los que inundan el mercado global. Efedrina, safrol, permanganato de potasio: vocabulario farmacológico que esconde una geoestrategia. Las fábricas en Wuhan y Hubei producen lo que el sistema necesita: dependencia. Y el Partido Comunista lo sabe. Xi Jinping no gobierna un Estado: administra una memoria imperial. En su silencio resuena todavía el eco de las derrotas ante la Royal Navy.
En América Latina, la Triple Frontera —ese enclave fantasmagórico entre Paraguay, Brasil y Argentina— se ha convertido en la intersección de todos los flujos: droga, armas, financiación, ideología. Allí convergen Hezbollah, redes kurdas, inteligencia israelí, restos del nazismo, intereses alemanes y franceses y, por supuesto, las nuevas plataformas digitales que permiten la geolocalización de toda disidencia. Emil Odebrecht, colonizador alemán del siglo XIX, reaparece así como símbolo de una colonización de nuevo tipo: no ya de territorios, sino de flujos. Lo que está en juego no es la tierra, sino el código.
La ironía máxima —y por tanto su evidencia— es que esta red de poder globalizada no necesita siquiera disimularse. Se expresa sin pudor. El informe sobre tendencias estratégicas de la DARPA para 2007–2036 lo dice sin rodeos: se requiere «una aplicación integral y concertada de todos los instrumentos y organismos de poder del Estado, junto con la cooperación de todas las autoridades y organizaciones relevantes implicadas en la resolución de crisis o de conflictos». ¿Y qué es eso, sino la descripción precisa de un poder total que no necesita violencia porque posee la administración?
Ortega y Gasset lo intuyó: «Las masas han decidido prescindir de las minorías excelentes». Y lo que ha venido a ocupar su lugar no es un pueblo emancipado, sino una casta de administradores cuya única legitimidad reside en su capacidad para gestionar algoritmos. Hegel —si se me permite el salto— coronó la concepción proyectiva de la Historia justo cuando el individuo proyectivo comenzaba a industrializarse. Y si la analogía con Polibio no fuera tan desconcertante, todo encajaría perfectamente. Pero Polibio, como el propio Estado Profundo, está fuera de época, fuera de sistema. Es el que desbarata toda cronología causal, como la metanfetamina deshace toda geografía moral.
La verdad, en fin, no es una suma de hechos, sino una forma de organizarlos. Quien no entienda esto, no entiende nada del siglo XXI. Esta entrada no pretende descubrir una conspiración, sino visibilizar una estructura. Una estructura que, al igual que la Fortuna de Polibio, no puede ser refutada porque no puede ser ni siquiera nombrada sin caer en el descrédito. Su fuerza está en su invisibilidad. Y su invisibilidad, en nuestra incapacidad para aceptar que ya no somos ciudadanos de una República, sino unidades funcionales de una arquitectura proyectiva. De una sombra...( Continuará )
Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there