De las disputas con los demás obtenemos retórica, pero de las disputas con uno mismo obtenemos poesía
William Butler Yeats
Cualquiera cuenta una anécdota de lo que le ha sucedido y por el mero hecho de contarlo ya lo está deformando y tergiversando.
Javier Marías, Negra espalda del tiempo
Todo pensamiento es un sacrificio de impresiones. Los dedos de la conciencia no sólo rastreaban raíces antiguas, sino que descubrían nuevas conexiones; encontraban nuevos musgos y trataban de seguir las ramazones; entraban en un agua en que estaban sumergidas las puntas; y como esas terminaciones eran muy sutiles y los dedos no tenían una sensibilidad lo bastante fina, el agua confundía la dirección de las raíces y los dedos perdían la pista, se desprendían de mi conciencia y buscaban solos; fue entonces, cuando al incorporarme de la irregularidad compacta del suelo en el que había pasado la noche al raso, comprendí la relación de todas las cosas y el encadenamiento de las causas y efectos escrita en las ramas y las hojas. Tal comprensión se ha convertido en un salvoconducto para no volver a inquietarme jamás por lo que pueda depararme el futuro.
La consciencia es una función, no una identidad: la vemos como algo continuo, sin fisuras ni divisiones debido a una ilusión en la que suprimimos todo aquel material superfluo de la actividad diaria. Nadie se repliega sobre si mismo mientras se hurga la nariz o da aire a las ruedas de su bicicleta.
Así, el discernimiento y las ideas, cual peces traviesos y esquivos en el reflejo deslumbrante de la luz sobre el río del pensamiento, se ocultan en los pliegues más recónditos del bosque. A veces, en los bajíos cercanos a la ribera, se encuentran los pequeños destellos de ingenio, mínimos y juguetones, que los incautos creen suficientes para colmar sus anzuelos y sus días. Pero quien ansía un trofeo más grande, un precioso pez dorado de sabiduría, sabe que ha de separarse de la orilla y aventurarse hacia el profundo lecho del río, y rastrear en ese limo donde el conocimiento valioso tiene su morada.
Es en esos abismos, donde la luz de lo cotidiano no logra penetrar, en donde los pensamientos crecen en tamaño y en complejidad como peces impasibles ante la golosa y mortal curiosidad del señuelo que pende de un anzuelo, o al inesperado fogonazo que rompe la penumbra desde la frontal de un submarinista.
Son esos» peces de conocimiento», criaturas magníficas de contornos abstractos que nadan en la obscuridad, embelleciendo con su sola presencia el fondo del intelecto. Porque allí, lejos de la segura banalidad de lo superficial, se hallan los conceptos más robustos, aquellos que no se dejan atrapar con la simple carnada de una mirada distraída; allí, donde la luz es una región fronteriza de la que no se regresa intacto.
El hombre, que se revuelve dentro de mi, se sumerge en tales abismos en busca de una pieza única, una idea que sea capaz de transformarse en imágenes y relatos que conmuevan almas y despierten conciencias que flotan somnolientas entre los sargazos de un desventurado y triste porvenir repleto de asfixiantes medianías. Pero en esas aguas profundas, compañeros de otras faenas también buscan sus respectivos tesoros: hay peces para los negociantes, con escamas de oro y mirada de cifras; peces para los atletas, con músculos de récords y aletas de victoria; y peces para cada arte y cada ciencia, cada uno con su forma y su fin. Cada pez es cada cual.
En El oficio de vivir, Cesare Pavese asegura que escribir una novela tiene dos tiempos. En el primero de ellos hay «un agua que se enturbia» y en el segundo esa misma agua que tiembla «se inmoviliza, se aclara y todo se transparenta inesperadamente»
Y es que todo emerge, dicen los que saben de átomos y estrellas, de un nivel más hondo aún, un campo unificado donde todo es uno y uno es todo. A esa profundidad apuntan los audaces, expandiendo la conciencia, dilatando el espíritu, buscando con ansia el gran pez dorado que se les ha prometido en sueños y en leyendas, aquel que solo se deja ver cuando uno ha olvidado ya el camino de regreso a la superficie.
Por tanto, el pescador de ideas, el buzo del alma, se arroja a las aguas sin más armas que su pasión y su fe en lo invisible. Busca con paciencia, con respeto, con un temor reverente hacia el misterio que lo rodea. Y en ese silencio profundo, que es el silencio de la creación misma, a veces, solo a veces, se encuentra con el destello de una escama dorada que huye entre las corrientes y que, si la fortuna es propicia y el corazón puro, podrá algún día elevar a la luz del día.
Así pues, el pescador de ideas sabe que la grandeza no se halla en la orilla, sino en el coraje de alejarse de ella, en el arte de sumergirse y en la sabiduría de buscar allí donde los demás ni siquiera imaginan mirar. Porque, al fin y al cabo, las ideas, como los peces, se nutren en las profundidades, y es allá, en el silencio y la obscuridad, donde crecen hasta convertirse en las leyendas con las que poblamos nuestros sueños a condición de no ser meros adoradores de impresiones, como aquella que deja tras unos interminables minutos de conversación hueca, la pregunta de una mujer, que pese a su irrebatible belleza, augura desgracias como Casandra
Quizá entonces, aquella agua que confundía la dirección de las raíces y en donde los dedos perdían la pista, adquiera algún sentido.
¿Te gusta la novela negra?
La relación de todas las cosas y el encadenamiento de las causas y efectos escrita en las ramas y las hojas.
A mi me gusta Raymond Chandler
» El hombre del traje azul cobalto —que no era azul cobalto bajo las luces del Club Bolívar— era alto, de ojos grises y separados, nariz fina y mandíbula de piedra. Tenía una boca bastante sensible. El pelo era negro y encrespado, con ligerísimos toques de gris que parecían aplicados por una mano casi tímida. La ropa le sentaba como si tuviera alma propia, y no solo un pasado dudoso. Por cierto, se llamaba Mallory»[…]
Sus novelas son un arma de percusión cuya explosión se produce por golpe
Hubieras empezado por ahí
Let’s be careful out there