No sé si bajo los adoquines habrá o no habrá playa,  lo cierto es que  sobre ellos encuentras, visto y no visto, a  Mathieu van der Poel. 

En el mundo del ciclismo, hay victorias que trascienden lo deportivo para convertirse en hechos históricos. Una de ellas fue la lograda por Mathieu van der Poel en la centésimo vigésima primera edición de la París-Roubaix disputada ayer entre Compiègne y el velódromo de Roubaix sobre un recorrido de 259 km de los que 55,7 estaban asentados sobre adoquines.

Per aspera ad astra»,este antiguo proverbio latino, que significa «A través de las dificultades, hacia las estrellas», encapsula de manera poderosa la victoria del hombre que «desde temprana edad  supo amar la bicicleta con pasión desbordante» convirtiéndola en una extensión de su ser y en el vehículo que lo ha llevado  hacia la grandeza.  Con una sensación única de tocar el espacio con los ojos, el ciclista neerlandés ha decidido emplear su carrera profesional en la creación de obras maestras sobre ruedas, como un artista que modela nubes en el cielo trazando curvas perfectas sobre los adoquines 

Su pedaleo fluido y preciso es un espectáculo en sí mismo, una danza sobre la bicicleta que parece desafiar las leyes de la física. Para Mathieu van der Poel, los lugares se convierten en la geografía del espíritu, en escenarios donde el esfuerzo y el dolor se presentan como la puerta estrecha que conduce a la victoria. Así, su fulminante acelerón a 60 km de meta, dejó a sus rivales, todos ellos ciclistas de primera lìnea , sin respuesta, atónitos y desorientados, como si hubieran sido petrificados por la magnitud de su demostración de fuerza y destreza sobre la bicicleta, sumiéndolos en una  opacidad translùcida en  contraste con la claridad deslumbrante con la que Mathieu veía el camino hacia la victoria. El ciclista neerlandés desplegó un ataque poderoso y repentino decidido a  lanzarse en solitario  hacia el triunfo. Su acelerón fue como un rayo en un cielo despejado, un destello fugaz que iluminó el camino hacia la meta dejàndo  a sus rivales sumidos en la oscuridad de la impotencia, incapaces de seguir el ritmo impuesto por el héroe del día. Quienes eran de la partida, desconcertados y asombrados, se miraban entre sí, acomplejados e impotentes como delatores frete al cadalso. El poderío de van der Poel  era tal que parecía desafiar las leyes de la física, como si estuviera en sintonía con una fuerza superior que lo impulsaba hacia el velòdromo de Roubaix con una determinación inquebrantable.

De este modo, el acelerón del holandés se convirtió en el punto de inflexión de la carrera, en el momento en el que  comenzò a escribir su epopeya sobre los adoquines, mientras sus rivales contemplaban alelados  su estela de gloria mientras se alejaba hacia la victoria con paso firme y decidido.

En ese instante, en medio del polvo de los adoquines y el clamor de la multitud, Mathieu van der Poel demostró que en el ciclismo, como en la vida, a veces es necesario atreverse a desafiar los límites, a acelerar sin mirar atrás y a dejar a los demás sin respuesta ante la proeza de una gesta que sólo los valientes y los audaces son capaces de realizar.

Cada golpe de pedal, cada curva sobre el pavés centenario de la París-Roubaix, era una demostración de su increíble destreza y resistencia. En esos momentos de sufrimiento extremo, Van der Poel encontraba la fuerza para seguir adelante, alimentando su determinación con la promesa de la gloria final. No suna superficie cualquiera sino sobre esos adoquines que a lo largo de 17 sectores  representan un desafío único que pone a prueba la capacidad técnica y la resistencia de los ciclistas que se atreven a enfrentarlos. Estas antiguas piedras desgastadas por el tiempo y las inclemencias del clima no solo son un obstáculo físico, sino también un desafío mental que separa a los hombres de los muñecos.

Desde el punto de vista técnico, los adoquines de la París-Roubaix exigen una destreza extraordinaria por parte de los ciclistas. El pavé irregular y resbaladizo requiere una habilidad excepcional para mantener el equilibrio, elegir la trazada correcta y absorber las vibraciones que sacuden el cuerpo durante kilómetros interminables. Cada sector de adoquines es una prueba de fuego para la técnica del ciclista, que debe adaptarse constantemente a las condiciones cambiantes del terreno. La vibración constante y la dureza del terreno castigan el cuerpo de los ciclistas, exigiendo una resistencia sobrehumana para soportar el dolor y la fatiga que se acumulan con cada kilómetro recorrido. La París-Roubaix es una batalla de desgaste en la que cada golpe de pedal sobre los pavés es un acto de valentía en un campo de minas donde la capacidad técnica, la intuición, y la resistencia se fusionan en una danza épica,

Y así, con una determinación inquebrantable y un coraje a prueba de obstáculos, Van der Poel cruzó la línea de meta en la París-Roubaix, conquistando un triunfo que quedará grabado en la memoria de todos los aficionados al ciclismo. Su victoria no fue solo la de un día, fue la culminación de años de dedicación, sacrificio y pasión por un deporte que lo ha llevado a tocar las estrellas con las manos, a unas alturas cuyo oxígeno sólo respiran Sagan; Boonen o Cancellara.

Al igual que el explorador se aventura en lo salvaje en busca de nuevas fronteras, el tulipán corrió  desafiando sus propios límites físicos y mentales.

Con cada victoria, el ciclista neerlandés continua elevando su estatus en el mundo del ciclismo y ampliando su legado como uno de los grandes de la historia de este deporte. Y es que no tengo ninguna duda de que Mathieu Van der Poel seguirá haciendo más grande aún su legado, dejando una huella imborrable en el ciclismo y en el corazón de todos aquellos que amamos este deporte. Su historia está lejos de haber llegado a su fin; al contrario, cada nueva victoria será un nuevo capítulo en la epopeya de un campeón destinado a alcanzar las cimas más altas y a inspirar a todo aquel que sueñe con alcanzar la grandeza.

Let’s be careful out there