Selbst in Epochen, in denen die Sprache zum Mittel von Technikern und Bürokraten herabgesunken ist und wo sie, um Frische vorzutäuschen, beim Rotwelsch Anleihen versucht, bleibt sie in ihrer ruhenden Macht ganz ungeschwächt. Das Graue, Verstaubte haftet nur ihrer Oberfläche an. Wer tiefer gräbt, erreicht in jeder Wüste die brunnenführende Schicht. Und mit den Wassern steigt neue Fruchtbarkeit her auf.
Ernst Jünger, Der Waldgang
El lenguaje permanece con la energía de siempre en su quieta fuerza incluso en épocas en que ha quedado rebajado a medio de técnicos y burócratas y en que, para aparentar frescor, trata de tomar prestadas palabras a la jerga chabacana. Lo grisáceo, lo polvoriento se adhiere únicamente a la superficie. Quien cava más hondo alcanza en cualquier desierto el estrato donde se halla el manantial. Y con las aguas sube a la superficie una fecundidad nueva.
Ernst Jünger, La emboscadura
Ihr Reich umgrenzten Auge und Hand der Mutter. Es war, als hütete ihre ungesprochene Sorge alles Wesen. Jene Fahrten des Spieles wußten noch nichts von Wanderungen, auf denen alle Ufer zurückbleiben. Indessen begannen Härte und Geruch des Eichenholzes vernehmlicher von der Langsamkeit und Stete zu sprechen, mit denen der Baum wächst. Die Eiche selber sprach, daß in solchem Wachstum allein gegründet wird, was dauert und fruchtet: daß Wachsen heißt: der Weite des Himmels sich öffnen und zugleich in das Dunkel der Erde wurzeln; daß alles Gediegene nur gedeiht, wenn der Mensch gleich recht beides ist: bereit dem Anspruch des höchsten Himmels und aufgehoben im Schutz der tragenden Erde.
Martin Heidegger, Der feldweg
El ojo y la mano de su madre rodeaban su reino. Era como si su cuidado tácito protegiera a todos los seres. Aquellos viajes de juego aún no sabían nada de los vagabundeos en los que se dejan atrás todas las orillas. Mientras tanto, la dureza y el olor de la madera de roble empezaron a hablar más audiblemente de la lentitud y la constancia con que crece el árbol. El roble mismo hablaba de que sólo en ese crecimiento se funda lo que perdura y da fruto: que crecer significa abrirse a la extensión del cielo y al mismo tiempo arraigarse en la oscuridad de la tierra; que todo lo sólido sólo florece cuando el hombre es ambas cosas: dispuesto a la pretensión del cielo más alto y cobijado en la protección de la tierra que lo sostiene.
Martin Heidegger, Camino de campo
Hablar de la experiencia de la belleza considerándola una forma de saber es una provocación para rechazar la lógica cultural dominante, de una orientación para nuevas posibilidades de unión entre diferentes maneras de mirar las cosas. La belleza no es la armonía o el equilibrio que se alcanza al final del camino: está en el origen, es lo que mueve la duda, la reflexión filosófica sobre los conflictos reales, el deseo de dar testimonio. Por ello es por lo que el filósofo y el artista, que se miden con la belleza y la encuentran en el centro de su experiencia, crean: crean porque recuerdan algo que ha sido olvidado, porque unen lo todavía no-presente con lo originario.
De este modo, precisamente porque considero la belleza una forma esencial del saber, de la que hay que tratar de entender su secreto y su magia, sé bien que su presencia posee el carácter del enigma: no dice ni esconde, sino que señala; soy consciente de que las palabras y las fórmulas no consiguen encerrar y definir su complejidad, su vida, su verdad, sino el engaño que se quiere introducir en su nombre: por ello quisiera ver en el arte y en la filosofía la verdad de una palabra alta y arriesgada para orientar y condicionar el curso político de la historia.
¿Quiere llamarse a esto «estetización de la política», y volver a evocar fantasmas no muy lejanos? Conozco la lección de Benjamín, pero ahora no se trata de cubrir y hacer invisible en su realidad la forma política mediante la exterioridad del gesto, ni de enmascarar con destrezas ornamentales el poder burgués. La máscara existe ya, preparada por el esteticismo difuso que transforma en espectáculo la política y la cultura, que anula las diferencias de las informaciones con la rapidez y la intercambiabilidad de las sucesiones que hacen homogéneos la banalidad y el rigor, el dolor y la alegría, exaltando el cinismo y la falta de significado.
La lectura del mundo contemporáneo a través de los medios de comunicación que viven básicamente de la subvención y la publicidad, genera un analfabetismo político de dimensiones hercúleas: Al igual que los viejos sistemas paganos de creencias, los medios masivos otorgan prioridad a lo personal sobre lo impersonal, a los nombres sobre las cosas, al actor sobre el acto. Nos regresan al fuego vacilante de las cavernas del neolítico. En lugar de una vida política vigorosa tenemos un espectáculo frenético, en el que los medios imponen los términos del combate ritual. En el centro de este conflicto está el concepto mercantil de noticia, que, desprovista de todo contexto, genera una lectura desviada de la realidad y, en consecuencia, un estado de insensatez colectiva, que hace que opinión, pensamiento y verdad se confundan. Pese todo ,en medio de toda esta irrespirable atarjea, la naturaleza onírica de mi viaje vital permanece protegida en un resplandor apenas visible que yace sobre todas las cosa que habito. Y en el centro de ese resplandor, arde la obra de Ernst Jünger de la que selecciono estos breves retazos desprendidos de las ascuas de una tarde plena de libros y silencio.
El palacio del lector es más duradero que cualquier otro. Sobrevive a los pueblos, las culturas, los cultos, hasta al lenguaje mismo. Terremotos y guerras no lo hicieron vacilar, ni siquiera incendios de bibliotecas, como el de Alejandría. Aldeas de fehalles, mercados, coliseos, rascacielos crecieron alrededor de él y se desvanecieron, como si la lluvia los disolviera. La puerta permanece abierta para el mundo mágico.
Creo haber mencionado una vez al sabio chino que aguardaba su ejecución en una celda de condenados y estaba absorto en un libro mientras delante de él se cortaban cabezas. Cuando le tocó el turno estaba tan ocupado con el texto como Arquímedes con sus círculos. Un occidental al cual conmovió el espectáculo, obtuvo gracia para él. El sabio se lo agradeció cortésmente, cerró el libro y se marchó sin una muestra de asombro del lugar del suplicio. El lector está generalmente disperso, pero no porque no pueda manejarse con el mundo circundante, sino porque lo considera menos importante.
Ernst Jünger, El autor y la escritura
¡Qué no se podría decir aquí sobre los libros que son nuestros amigos más taciturnos! La dicha suprema que ellos pueden concedernos se debe a que nos permiten encontrar la originalidad que se desenvuelve sin intención. Uno de los momentos más bellos que nos ofrecen consiste en la alegre sorpresa que nos hace estremecer cuando oímos ese crujido que anuncia la proximidad de una vida oculta, y cuando en el sotobosque de las palabras topamos con el espíritu, en cuyo paraje natural comienza a jugar su juego que nos colmará pronto con un sentimiento de alta necesidad. «Dejaré salir los pensamientos de mi pluma en el mismo orden en que se me presentan las cosas, porque así ilustrarán del mejor modo los movimientos y la marcha de mi espíritu», dice Diderot en su prefacio a Jacques le Fataliste; y así Goethe pudo escribir en su diario que había devorado esa novela «de una sentada, como un vaso de agua, y sin embargo con una indescriptible voluptuosidad».
Yo no conozco ningún comienzo que me haya conmovido tanto como el de la novela El aventurero Simplicissimus. La forma en que irrumpe la guerra en el alejado valle de Spessart con su séquito de incendios y muerte entre caballos piafantes; la forma en que esos acontecimientos dejan su huella indeleble en un corazón apenas despierto, tan ingenuo y pueril, en un corazón tan alemán, y la forma en que él deja su huella en ellos; la forma en que el terror se manifiesta tras la máscara de la risa, de manera que el espectador sigue su desarrollo petrificado y con los ojos desorbitados: todos estos detalles confieren al movimiento, el sentido íntimo y fundado en sí mismo de una época entera, una vida tan intensa que ningún estudio histórico podría superar, con pocos trazos, así como el arte es capaz de aprehender realmente la forma de un animal sirviéndose de pocos trazos. En este punto he de recordar a Rabelais, cuyo humor cae como un chaparrón de terrones que un jabalí furioso arrancase del suelo con hierba y raíces.
Ernst Jünger, El corazón aventurero
Durante los combates en Bapaum llevaba siempre conmigo en el guardarropas la edición de bolsillo del Tristam Shandy y también figuraba entre mis cosas cuando aguardábamos la orden de ataque ante la localidad de Favreuil. Puesto que se nos obligaba a esperar en la loma donde estaban las posiciones de artillería, desde el alba hasta bien pasado el mediodía, no tardó en invadirme el tedio, a pesar de que la situación entrañaba peligro. Así pues, comencé a hojearlo, y su melodía entreverada y atravesada por diversas luces, se desposó pronto, como una secreta voz de acompañamiento, con las circunstancias externas, en una armonía de claroscuro. Tras muchas interrupciones y tras haber leído algunos capítulos, recibimos finalmente la orden de ataque; guardé el libro de nuevo y al ponerse el sol ya había caído herido.
En el hospital militar retomé una vez más el hilo, como si todo lo acaecido en el intermedio sólo fuera un sueño o perteneciera al contenido mismo del libro, como si se hubiese interpolado un tipo particular de fuerza espiritual. Me administraron morfina y continué la lectura ora despierto ora aletargado, de tal modo que los múltiples estados de ánimo fragmentaron y ensamblaron una vez más los pasajes del texto ya mil veces fragmentados y ensamblados. Los accesos de fiebre que combatía con cócteles de borgoña y codeína, los bombardeos de artillería y aviación sobre el lugar a través del cual comenzaba a fluir la retirada y donde con frecuencia nos dejaban completamente olvidados, todas estas circunstancias aumentaban aún más el desconcierto, de modo que hoy sólo me ha quedado de aquellos días un recuerdo confuso de un estado de excitación mitad sensibilidad y mitad delirio, en el que uno mismo no se habría sorprendido ni siquiera por una erupción volcánica y en el que el pobre Yorick y el honrado tío Toby eran las figuras más familiares que se me presentaban.
Así, en circunstancias tan dignas, ingresé en la orden secreta de los shandystas, a la que, hasta el día de hoy, he permanecido fiel.
Ernst Jünger, El corazón aventurero.
No tengo tiempo para leer»: en este caso se trata con toda probabilidad de un hombre ocupado, nunca de un lector. Entre las características del verdadero lector se cuenta precisamente la de tener tiempo para leer, y si tuviera que robárselo a sí mismo, igual que el enamorado tiene tiempo para la amada, dejaría a un lado todo lo demás.
Es algo que se manifiesta muy pronto en la vida. Algunos consideran la lectura como un vicio; tendríamos entonces un vicio ideal, que proporciona más placer que daño. Se diferencia del opio no sólo en que, con el curso en que se pasa de la cantidad a la calidad. Al final vivimos con una docena de libros como ración de reserva. Nos consuelan en la soledad de la vejez, en la desgracia, en la pobreza, incluso en las cárceles. De entre la arena del desierto seleccionamos un puñado de piedras preciosas.
Los grandes libros son solitarios; crecen hasta lo incomparable más allá de las literaturas. Para disfrutarlos bien, tenemos que atravesar el camino de la literatura, tenemos que habernos liberado de ella.
Ernst Jünger, Esgrafiados
Let’s be careful out there