«Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás».

Juan 6,35.

El efecto repulsivo de lo feo se encuentra en todos los ámbitos de la realidad, en animales y humanos, en la naturaleza (destrucción del espacio vital humano) y en la moral (brutalidad, crimen), en la sociedad y la política (corrupción, opresión).También en las imágenes aterrorizantes de figuras mágicas, fantasías mitológicas o representaciones religiosas. Lo feo ha estado siempre presente en el arte (gorgonas, demonios); y desde el inicio del realismo incluso predomina lo horrendo.

Las determinaciones conceptuales de lo feo dependen de diversas perspectivas y posiciones filosóficas. Plotino lo concibe en el marco de su estética orientada hacia la belleza inteligible de lo uno, como lo material y corporal por antonomasia. Es feo lo que ha sido excluido del poder configurador de la divinidad o no ha sido suficientemente penetrado por ésta. Después de Hegel, la discusión no se centrará en lo cósmico, sino en la dimensión ético-política. Así, Rosenkranz determina la esencia de lo feo como carencia de libertad, la cual se da cuando se han establecido de manera injustificada límites (lo común) o cuando éstos son eliminados de modo arbitrario (lo repugnante). La estética marxista también se encuentra en la tradición hegeliana que concibe lo feo como forma de aparición de la alienación cuya desaparición debe producirse mediante la transformación y humanización revolucionarias de la sociedad.

En la obra de Nietzsche, lo feo aparece como síntoma de la decadencia, como lo débil, agotado, corrompido, lo que ha sido vencido en la lucha por la vida. Adorno lo concibe como lo antiguo históricamente, lo arcaico, de lo que se separa la belleza y que retorna en el proceso dialéctico de la Ilustración.

En la realidad la visión de lo feo provoca repugnancia y asco, mientras que, por contra, en el arte provoca una particular fascinación y puede incluso ser contemplado «con placer» (Aristóteles). 

Lessing lo rechaza como objeto de la pintura; según él sólo la poesía, dada su forma de presentación sucesiva temporalmente que suaviza los efectos, se puede permitir una imitación de lo feo.

El concepto de lo feo tiene un papel central en la estética del hegelianismo. Weisse, Ruge, Vischer y Rosenkranz conciben lo feo, y lo cómico y  sublime como negación dialéctica y por tanto como parte integrante también de lo bello mismo. El arte no debe excluir de sus representaciones lo feo realmente, sino que más bien debe dejarlo aparecer elevado en una «bella totalidad». Pero este marco conceptual no hace justicia al arte realista (Balzac, Dickens, etc.), que ha elevado la verdad al centro de su programa relegando la belleza a un «caso especial» sólo realizable bajo condiciones sociales especialmente favorables, en palabras de Lukács.

Por tanto, la tarea del arte realista consiste más bien en conjugar en la representación la aparición repugnante con la esencia de lo feo, es decir, con sus causas sociales. Indagar en esas causas nos llevaría muy lejos. Yo, sólo pasaba por aquí y quería dejar constancia de que la olímpica cochambre que se ha extendido desde la performance inaugural de los JJ.OO. de París por  una  Europa vasalla de la OTAN y convertida en cenagal por la Agenda 2030, nada tiene que ver con ninguna forma de juicio estético y mucho con el sometimiento y servidumbre a la más chocarrera  vulgaridad y a las formas más burdas  que pueden adoptar la demolición y la ruina:

 Avisad a Voltaire .

Lc 22,19-20: «Y tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama».

 

En sentido general llamamos  «transubstanciación» a la transformación de una substancia en otra substancia completamente diferente de la primera. En sentido estricto se llama «transubstanciación» a la explicación que dan los teólogos católicos de la conversión del pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo en la consagración durante el Sacrificio de la Misa. Es este segundo sentido el  que me interesa resaltar aquí.

Según el dogma católico, el pan y el vino al ser consagrados no pierden sus accidentes, pero cambian su substancia, ya que lo que está real- mente-substancialmente presente en el pan y el vino es el cuerpo y la sangre de Cristo. Muchos teólogos no católicos que admiten la consagración del pan y del vino sostienen que la presencia de Cristo en ellos es únicamente simbólica, pero los teólogos católicos rechazan la «interpretación simbólica» según la cual Cristo se halla en el pan y el vino solamente como un signo o una figura, (rechazo pronunciado en el Concilio de Trento ) , y sostienen, de acuerdo con el pronunciamiento del Concilio, que «en el sacramento de la muy santa Eucaristía se halla contenido verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre, así el alma y la divinidad de cristo entero». Es decir, que Jesucristo está entero en cada una de las especies consagradas y no solamente en carne en el pan y en sangre en el vino. Esta observación es necesaria, porque el estar «todo él entero» elimina la posibilidad de que esté únicamente en «signo y figura», ya que en este último caso habría que admitir una diversificación y, por tanto, misterios distintos. Esto pone de  relieve que el rechazo de la llamada «interpretación simbólica» no equivale necesariamente a la adhesión a un «realismo ingenuo». En rigor, muchos teólogos admiten que Jesucristo está entero en el pan y en el vino también como símbolo de una realidad sagrada, pero no solamente como tal símbolo. El concepto de transubstanciación es el usado por los teólogos con el fin de explicar, en la medida de lo posible, el «misterio de la Eucaristía». Tal concepto se basa, naturalmente, en la idea de substancia y en la idea de la relación entre substancia y accidentes. «Normalmente», una substancia determinada no es concebible sin sus accidentes, y, a la vez, los accidentes son concebidos como inseparables de la substancia. Por tanto, «normalmente», se admite que si bien pueden cambiar los accidentes sin cambiar la substancia, no puede cambiar la substancia si permanecen los accidentes, ya que en tal caso los accidentes estarían, por decirlo así, «en el aire», sin su substancia. Ahora bien, lo último es lo que se afirma en el concepto teológico de transubstanciación. Para que la transubstanciación sea posible es menes- ter admitir una intervención especial de Dios: sólo Dios, escribe Santo Tomás ( S. theol, III, q. LXXVII, a 1), puede producir efectos de causas naturales sin que intervengan las causas naturales. Ello parece colocar la noción de transubstanciación fuera de toda comprensión racional. Sin embargo, muchos teólogos ponen de relieve que, aunque en última instancia el sacramento de la Eucaristía sea un «milagro», o, como algunos prefieren, un «prodigio», y, por tanto, escape en gran parte a la razón, o cuando menos a la limitada razón humana, ésta puede realizar todavía un esfuerzo para comprender en la medida de lo posible tal «milagro» o «prodigio». Tal ocurre cuando se señala que los accidentes del pan y del vino siguen siendo tales accidentes, y siguen siendo percibidos con las cualidades que les corresponden, porque hay una realidad que sigue «soportándolos». Esta realidad no es ya su anterior substancia, que se ha transformado por entero, pero es el Ser mismo, que es fundamento de toda realidad y, por ende, de toda substancia. Dicho todo lo anterior, todo el edificio escolástico no es más que una gigantesca estructura de humo sin la participación de la única condición necesaria y suficiente  para su sostenimiento, que no es otra que la fe y el sentido de trascendencia de todo el Misterio. Con este sentido último, convocamos a la Palabra y entablamos con ella el diálogo al que nos quiera llevar el alma.

Jn 6,35: «Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás».

1Cor 11,26: «Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga».

La iconografía de la Santa Cena recoge el episodio narrativo de la última comida de Jesús con sus discípulos y el simbólico de la institución del sacramento de la Eucaristía. El arte bizantino enfatizó este último, creando el tema de la doble Comunión en la que Cristo aparece reproducido dos veces, ofreciendo el pan y el vino, popularizado en mosaicos, miniaturas y pinturas murales. La iconografía bizantina derivó en un segundo tema denominado Divina Liturgia, es decir, la misa que oficia Cristo asistido por unos ángeles que portan los instrumentos litúrgicos.

El arte occidental prefirió la narración de la Última Cena evangélica y el anuncio de la traición de Judas que revela la inminencia de la Pasión de Cristo. Tras el primer acercamiento al tema del arte paleocristiano los artistas de la Edad Media, ajenos a las leyes de la perspectiva, situaron a los comensales en torno a una mesa pascual con forma de media luna, herencia del triclinium romano sobre el que se recuestan los apóstoles, situándose Jesús en un extremo. Con el tiempo, los discípulos se disponen sentados en mesas redondas o rectangulares, que preside el Redentor, habiéndose perdido la tradición de situarlos de pie según el rito pascual. Se diferencian entre todos Juan, apóstol predilecto que recuesta la cabeza sobre el pecho de Jesús, y Judas, que suele sentarse en primer plano, carece de nimbo, come un trozo de pan o esconde la bolsa con los treinta denarios . La revelación de la traición provoca la sorpresa y el movimiento de los apóstoles, momento que plasmó magistralmente Leonardo, en su famosa Última Cena de Milán.

El Concilio de Trento primó como Bizancio la institución del sacramento de la Eucaristía sobre la narración anterior y las emociones leonardescas, proclamando el dogma de la Transustanciación o conversión del pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo. El arte de la Contrarreforma concebirá el tema como una Comunión de los apóstoles, cuyos antecedentes renacentistas son el fresco de Fra Angelico en una celda del convento de San Marcos en la que aparecen la Virgen orante y Judas, arrodillado y con un nimbo negro que lo diferencia del resto de apóstoles, así como la Santa Cena de Juan de Juanes en el Museo del Prado.

El Antiguo Testamento contenía cuatro prefiguraciones claras de la Eucaristía: la ofrenda del pan y el vino de Melquisedec a Abraham, la Pascua de los judíos antes del Éxodo, la caída del Maná en el desierto y Elías alimentado por un ángel, episodios a los que se unen en la vida de Cristo sus milagros alimentarios. Todas estas representaciones gozarán de continuación en el arte post-tridentino, como antecedentes de la Santa Cena, entendida ahora como una Consagración del pan y el vino y una Comunión apostólica, y usada como arma contra los protestantes que rechazaban los sacramentos. Rubens reproducirá todo el ciclo en su serie de cartones para tapices del Triunfo de la Eucaristía.

Una vez finalizada la cena, Jesús  se dirigió a huerto de Getsemaní donde, lleno de angustia, se retiró a orar con Pedro, Santiago y Juan.

Let’s be careful out there