Una cultura que se siente próxima a su fin,

ya inerte, intenta gobernar su ruina como

puede a través de un estado de excepción permanente

Giorgio Agamben, Cuando la casa se quema

He venido aquí para desaparecer, en esta aldea

abandonada y desierta de la que soy el único habitante

Antonio Moresco, La lucecita

El concepto de filosofía permanece aún hoy bastante oscuro para la generalidad de los hombres, para todos aquellos cuyos estudios no se aproximan al campo mismo de la filosofía. Por lo general evoca ideas muy dispares y confusas. La palabra filosofía sugiere, en primer lugar, la idea de algo arcano y misterioso, un saber mítico, un tanto impregnado de poesía, que hunde sus raíces en lo profundo de los tiempos. Evoca, en segundo lugar, la idea de un arte de vivir reflexiva y pausadamente. Una serena valoración de las cosas y sucesos exteriores a nosotros mismos que produce una especie de imperturbabilidad interior. Así, cuando se dice en el lenguaje vulgar: «Fulano es un filósofo» o bien: «te tomas las cosas con filosofía».

«Las cosas son como son, y ya que no puedes cambiarlas, mejor aceptarlas que desesperarse y perder el tiempo en una interminable rebelión ante aquello que no podemos cambiar». Es una formulación aceptada en nuestro lenguaje, en su uso común, pero eso no quiere decir que sea acertada. Si algo no es la filosofía es resignación sino rebelión, lucha contra la estupidez y la barbarie. Ni siquiera la resignación forma parte de la corriente filosófica del estoicismo, que en un principio es la que más podría identificarse con esa actitud de qué le vamos a hacer si las cosas son así. La realidad es que en el fondo de la filosofía estoica no se reniega de la acción, sino de permitir que los golpes de la vida, por azar o malicia, afecten al núcleo de lo que en verdad somos, un corazón guiado por la razón, que debería enfrentarse con serenidad a esos avatares de la vida, pero nunca renunciar a los principios, a los valores que en nuestro interior nos sustentan. Y desde luego, tampoco renunciar a cambiar aquello que se encuentra en nuestras manos, o como poco, intentarlo.

La filosofía es, la actividad más natural del hombre y la actitud filosófica, la más propiamente humana, porque consiste en el ejercicio de la razón, que es la facultad humana por excelencia ,preguntándose por el ser y el sentido de la realidad toda en que se encuentra envuelto el hombre y de la que forma parte.

Imaginemos a un hombre que salió de su casa y ha sufrido un accidente en la calle, a consecuencia del cual perdió el conocimiento y fue trasladado a una clínica o a una casa inmediata. Cuando vuelve en sí se encuentra en un lugar que le es desconocido, en una situación cuyo origen no recuerda. ¿Cuál será su preocupación inmediata, la pregunta que en seguida se hará a sí mismo o a los que le rodeen? No será, ciertamente, sobre la naturaleza o utilidad de los objetos que ve a su alrededor ni sobre las medidas de la habitación o la orientación de su ventana. Su pregunta será una pregunta total: ¿Qué es esto? O, mejor, una que englobe su propia situación: ¿Dónde estoy? ¿Por qué he venido aquí?

Pues bien, la situación del hombre en este mundo es un todo semejante. Venimos a la vida sin que se nos explique previamente qué es el lugar adonde vamos ni cuál habrá de ser nuestro papel en la existencia. Tampoco se nos consulta si queremos o no nacer. Cierto que, como no nacemos en estado adulto, sino que en la vida se va formando nuestra inteligencia, al mismo tiempo nos vamos acostumbrando a las cosas, hasta verlas como lo más natural y como innecesario cualquier género de explicación.

Sin embargo, si adviniéramos al mundo en estado adulto, nuestra perplejidad sería semejante a la de aquel hombre que, perdido el conocimiento, despertó en un lugar desconocido. Si este mundo que nos parece tan natural y normal fuera absolutamente distinto, nos habituaríamos a él con no mayor dificultad. Llegada la inteligencia a su estado adulto, suele, en algún momento al menos, colocarse en el punto de vista del que no está habituado al mundo y hacerse las preguntas radicales que en tal caso se harían. En este instante está haciendo filosofía. Muchos hombres ahogan en sí esa radical perplejidad: esos serán los menos dotados para la filosofía; otros la reconocen como la única actitud sincera y el único tema realmente interesante, y se entregan a ella: estos serán, profesionales o no, filósofos.

Como escribe Giorgio Agamben: «Cuando el pensamiento y el lenguaje se separan, se cree poder hablar olvidando que se habla. Poesía y filosofía, mientras dicen algo, no olvidan lo que están diciendo, recuerdan el lenguaje. Si el lenguaje se recuerda, si no se olvida que podemos hablar, entonces somos más libres, no estamos obligados a las cosas y a las reglas. El lenguaje no es un instrumento, es nuestro rostro, lo abierto donde estamos.

El rostro es lo más humano, el ser humano tiene un rostro y no simplemente un morro o una cara, porque habita en lo abierto, porque en su rostro se expone y se comunica. Por esta razón el rostro es el sitio de la política. Nuestro tiempo impolítico no quiere ver su propio rostro, lo mantiene a distancia, lo enmascara y lo cubre. Ya no debe haber rostros, solo números y cifras. Incluso el tirano no tiene rostro.

Sentirse vivir: ser afectados por la propia sensibilidad, delicadamente entregados al propio gesto sin poder asumirlo ni evitarlo. Sentirme vivir me vuelve posible la vida, incluso si estuviera encerrado en una jaula. Y nada es tan real como esta posibilidad».

En los años por venir solo habrá monjes y delincuentes. Y, sin embargo, simplemente no podemos quedarnos al margen, creer que podemos salir de entre los escombros del mundo que se ha derrumbado a nuestro alrededor. Porque el derrumbe nos concierne y nos interpela, también cada uno de nosotros no es más que uno de esos escombros. Deberemos aprender a usarlos con cautela, del modo más correcto, sin hacernos notar.

La filosofía, pues, lejos de ser algo oscuro y superfluo, es el conocimiento que la razón humana reclama de modo más inmediato y natural.

Algunas noches, cuando es el tiempo -y ahora lo es-, a los lados del camino se ven centenares, miles de luciérnagas. Pululan entre el follaje tupido y negro, con sus miríadas de lucecitas que se encienden y se apagan de manera intermitente, parecen moverse en un mundo encantado. Procuro no pisar las que atraviesan el oscuro camino volando a ras de suelo, no golpear con las piernas y los brazos a las que flotan delante de mí como para señalarme la calle. A veces cojo una en la palma de la mano, observo de muy cerca el pobre cuerpecillo transfigurado por esa luz que se filtra de sus partes blandas, entre sus pequeñas entrañas.

-¡Ah…, todavía estáis aquí! ¡Todavía estáis! -digo en medio de toda esa oscuridad llena de luces-. ¡Entonces no habéis sido aniquiladas por la granizada! ¿Dónde os escondisteis mientras caían del cielo aquellos trozos de hielo que lo destrozaban todo, que no se detenían ante nada, ni siquiera ante las flores más bellas y más perfumadas? ¿Dónde os ocultáis durante el día, cuando nadie os ve? ¡También vosotras tendréis agujeritos, pequeñas madrigueras bajo tierra, en alguna parte, donde os escondéis cuando hay luz, cuando el cielo se llena de hielo! Pero ¿ cómo hacéis para encenderos así? ¿Qué hay dentro de vuestros pobres cuerpecillos de insecto? ¿Qué fuerza tenéis para poder iluminaros y transfiguraros de ese modo, para producir una luz que se ve incluso desde muy lejos, y para encenderla y apagarla continuamente, durante horas y horas? Lo sé, es un reclamo sexual. Pero ¿por qué sólo vosotras, entre todos los insectos, os habéis inventado ese reclamo? ¿Cómo lo habéis hecho? ¿De dónde os ha brotado esa pequeña y desesperada invención y esa lucecita? ¿Y por qué razón, si acto seguido desaparecéis, sois aniquiladas, si ya no se os ve durante el resto del año, vivís sólo unas pocas semanas, surgidas de quién sabe dónde, y echáis a volar a millares haciendo palpitar la oscuridad de esta noche que nos circunda? ¿Por qué? ¿Por qué os habéis inventado esta cosa inconcebible? ¿Por qué os llamáis así unas a otras, en la oscuridad, en los pocos instantes en que estáis en un mundo que no veis? ¿Para seguir reproduciéndoos? Pero ¿por qué? ¿Para que otros seres como vosotras puedan seguir reproduciéndose y volar durante unas semanas, durante unos instantes, en esta enorme oscuridad que nos rodea?

Pero ellas no lo saben. Y si lo saben, no me responden.

Antonio Moresco, la lucecita

En su discurso con motivo de la concesión del premio Nelly Sachs de la ciudad de Dortmund, el 14 de diciembre de 1975, recogido en Arrebatos Verbales ( tomo 9 de su obra completa) Elías Canetti, dijo las siguientes palabras que no pueden ser de más actualidad, y que no deberíamos dejar caer en saco roto:

La amenaza que tenemos delante de nosotros, a la que hemos de mirar cara a cara, debe decidirnos a considerarla como una enemiga, y puede convertirse en cualquier cosa menos en una atracción. Como soy de los que preferirían morderse la lengua antes que suavizar las cosas, quiero decir aquí que no he abandonado la esperanza ni por un instante. Con cada amenaza, y hay más que suficientes, el valor de la vida ha aumentado para mí. Me hubiera avergonzado de la lengua, habría enmudecido, de haberse apoderado de mí la convicción de que estamos condenados sin salvación. De nuestro esfuerzo, de nuestro pensamiento que jamás se detiene, depende hallar la escapatoria a la fatalidad de esta época. Es una tarea que cada uno tiene que superar a su manera, porque cada cual es consciente de lo espléndida que puede ser esta vida si uno no se rinde.

Envejecer: «crecer solo en las raíces, ya no en las ramas» Ahondar en las raíces, ya sin flores ni hojas. O, más bien, como una mariposa ebria, revolotear sobre aquello que se ha vivido. Existen aún ramas y flores en el pasado. Y de ellas aún puede hacerse miel».

Let’s be careful out there