Questa è la Svizzera, pensò tra sé, uscendo più tardi nel pomeriggio per fare una passeggiata.
Questo è il luogo dove Musil è morto, dove Rilke è morto, dove Gottfried Keller ha vissuto ed è morto, dove Jean-Jacques Rousseau è nato e dove solo pochi anni fa ha vissuto Nabokov, tanto prigioniero del passato quanto io sono prigioniero del presente.

Walter Abish, Quanto è tedesco, Cantoni Editore

» Questa è la Svizzera…»
El fragmento se quedó adherido a mí como esas frases que uno no busca y, sin embargo, se instalan en la cabeza con la obstinación de lo inevitable. Lo leí hace tres noches, con la lámpara demasiado cerca del papel, y quizá por eso, o por cansancio, o porque hay textos que se infiltran, amanecí repitiendo mentalmente esa enumeración de muertos ilustres ,Musil, Rilke, Keller, como si todos ellos hubieran pasado por esta ventana antes que yo, asomándose del mismo modo, con el mismo desconcierto, prisioneros del presente o del pasado, qué más daba.

Desde esa frase, desde ese territorio extraño, me acerqué a la ventana. No porque quisiera mirar, sino porque algo pedía ser visto. Y uno no desobedece a una frase que ha cruzado la noche para instalarse en la primera grieta del día.

La madera, áspera.
El cristal, frío.
El aire, detenido.

Como si la escena esperara mi respiración para activar su maquinaria.

Y al apoyar los dedos en el marco, mientras el eco de Abish seguía murmurando en mi cabeza, esa genealogía de lugares en los que otro escribió, murió, vivió o escapó, sentí que la calle que tenía delante no era simplemente esta calle, sino la sombra de todas las otras que acumulan los exilios, los regresos, las fracturas que no se dicen.

Entonces comenzó el resto.

El papel azul junto a la rueda inmóvil.
El gato que cruzó sin prisa, como quien reconoce un ritual.
La mujer de la bolsa que levantó la cabeza hacia algo que yo no podía ver.
La luz que bajó de golpe como una persiana mental.
Y, detrás de todo, en un pliegue donde el pasado respira hondo, la otra voz:
No sé exactamente cuándo empezó el ruido…

La ventana siempre fue así, ¿lo sabe?, este rectángulo desgastado donde uno apoya los dedos con la esperanza de que el frío del cristal responda, porque a veces, no siempre, solo a veces, el cristal responde mejor que las personas, y yo me detenía con la mano allí, sintiendo cómo la piel se me iba volviendo casi de otra sustancia, algo entre vidrio y memoria, y entonces, antes de mirar afuera, respiraba despacio, porque si uno no respira despacio la calle se precipita sobre uno como una figura que cae de repente desde una cornisa,
y yo
tratando de hacerme pequeño dentro de mi propio cuerpo,
para que nada de lo que había allí fuera a verme.

Había un papel azul junto a la rueda de un coche, sí, ese coche que lleva meses sin moverse, como si el dueño hubiera muerto y nadie se hubiera atrevido a retirar el cadáver del vehículo, y el papel giraba un poco cuando el viento pasaba, viento mínimo, viento casi inventado, y el gato cruzó la calle con esa autoridad cansada de los animales que ya no esperan nada, que solo cumplen el rito, y yo me decía que todo estaba igual que siempre y al mismo tiempo que algo había cambiado ligeramente, lo justo para que a uno le entrase una inquietud bajo las costillas, como si una sombra pequeña se hubiera metido ahí dentro y estuviera sentándose a la mesa sin permiso.

Y entonces, claro, la voz.

La voz que no era mía, pero que sonaba como si siempre hubiera estado ahí, escondida entre mis pensamientos, esperando el momento exacto,
no sé exactamente cuándo empezó el ruido, decía,
y yo buscando en mi memoria una tarde gris, una casa agotada, un sonido de llaves moviéndose en el aire como si alguien invisible probara cerraduras antiguas, cerraduras que yo no recordaba haber tenido nunca,
y sin embargo la imagen se abría paso,
la casa donde no cabía el silencio,
el vaso rodando por las baldosas como un animal herido,
la certeza, más que el miedo, de que no estaba solo.

La mujer con la bolsa apareció frente al edificio de enfrente, ya sabe, esa mujer cuyo nombre no he sabido nunca porque en esta calle nadie dice los nombres, todos somos apenas gestos, sombras que suben y bajan escaleras, y ella estaba quieta, tan quieta que parecía que la tarde se apoyaba en sus hombros, y levantó la cabeza no hacia mí sino hacia un punto por encima, un punto que no existe a menos que uno lleve días observando y haya perdido el equilibrio entre lo real y lo que insiste,
y en ese instante lo entendí: no levantaba la cabeza para mirar algo sino para escuchar.

Las personas escuchan con la mente, no con las orejas.
Es un secreto que casi nadie admite.

Y entonces la persiana que cayó de golpe, ese sonido brutal que partió la luz como un cuchillo oxidado, y yo, que siempre he intentado pasar desapercibido, pensé que ese ruido venía dirigido hacia la ventana, hacia mí, como una orden o una advertencia, no sé cuál de las dos cosas me asustan más, y la calle, que un minuto antes parecía un escenario gastado, se reordenó con una precisión casi violenta, como si los objetos hubieran rehecho sus posiciones sin contar conmigo.

La voz:
uno sabe cuándo una casa empieza a escuchar más de lo que debería.
Y yo con los dedos aún en el cristal, los ojos fijos en la calle, pero el temblor ya en la garganta.

Porque había algo más, una sombra que no era sombra, algo que pasó por el borde del encuadre sin moverse, como si la luz hubiese retrocedido un momento para dejarlo cruzar,
y me quedé quieto,
escuchando,
mirando,
tratando de convencerme de que aquello, fuera lo que fuera, no me había visto.

Pero claro que me había visto.
El mundo siempre mira antes de que uno mire.

La voz respiró cerca de mí, tan cerca que sentí el aire tibio en el oído,
el golpe seco sobre la mesilla, murmuraba,
la llave invisible cayendo desde una mano que no alcancé a ver,
y yo que nunca he sabido muy bien qué hacer con los sonidos que solo existen para mí,
retrocedí un paso.
No por miedo.
Por reconocimiento.

Porque lo que vi en el cristal no fue la calle,
sino ese instante en que algo, yo qué sé qué, decide que ha llegado el momento de devolver la mirada,
y ahí estaba yo,
expuesto,
sostenido en el marco de la ventana como quien regresa del fondo del agua y tarda un segundo en recordar que también se vive en la superficie.

Ese otro soy yo, dijo la voz.
Y entonces ya no fue una voz en mi cabeza:
fue el propio cristal quien habló,
fue la tarde quien habló,
fue la calle, la sombra, el papel azul, la mujer desaparecida, incluso el gato invisible,
todo diciendo al mismo tiempo:

“Estoy listo.”

Yo no supe qué responder.
Me quedé de pie, torpe, con el corazón tratando de encontrar su sitio.
Y la voz añadió, muy cerca, casi dentro de mí:

“Ya era hora.”

Guardo la luz que huye de mis dedos.

Rferdia

Let`s be careful out there