El verdadero estilo es inseparable de lo que se dice. No se escoge.
John Berger
Cuando el primer ruido del amanecer, esa vibración tenue que no procede de los pájaros sino del subsuelo, de los cables o de las máquinas que regulan el pulso de la ciudad, se mezcló con el temblor del vidrio, Ramón pensó que nada había cambiado desde la víspera, que el mundo seguía allí, estable, visible, domesticado por los mismos edificios que fingían protegerlo del vacío. Durante años había confiado en esa estabilidad, en la suma progresiva de las cosas, en la precisión de los balances, en los seguros y las pantallas, en las vitrinas donde el futuro parecía guardado como un bien tangible. Todo estaba ordenado, acumulado, como si el alma fuera también una cuenta corriente.
De pronto, en el reflejo de la ventana advirtió un brillo impreciso, una sombra con forma de hombre, una presencia parecida a un eco, y al girarse, creyendo ver la causa del fenómeno, descubrió en mitad de la habitación a un sujeto imposible, delgado, encorvado, vestido con un abrigo que olía a hojas húmedas, y con un sombrero alto, de un gris indefinido, que le confería una dignidad incierta, casi impostada; parecía tener vida propia, como si en su interior revoloteara una bandada de pensamientos sin dueño.
El visitante le sonrió con una cortesía arcaica, una sonrisa hecha de polvo y té frío, y antes de que el miedo lograra formular su protesta, dijo que traía algo que le haría ver, no las cosas, sino el modo en que las cosas lo miraban. Pegado al cristal en el que cada mañana confundía su rostro con el amanecer, Ramón no respondió. Se limitó a observar cómo el otro levantaba lentamente el sombrero, lo agitaba con un gesto teatral y lo dejaba flotar en el aire, como si una mano invisible lo sostuviera. Entonces el sombrerero, pues ya no podía ser otra cosa, le indicó con un leve movimiento de cabeza que lo tomara.
Obedeció, quizá porque en el fondo siempre había esperado un acontecimiento así, algo que interrumpiera el ciclo de su propia transparencia. Apenas el ala del sombrero rozó su frente, el mundo pareció deslizarse hacia otro plano, las cosas retrocedieron, se tornaron opacas, y el paisaje que había contemplado toda la vida, los cables, los tejados, la calle, se replegó sobre sí mismo, como si se avergonzara de ser visto. Por otro lado, su reflejo en el cristal empezó a ganar densidad, a desprender una luz distinta, más íntima, casi orgánica.
Y allí, en ese rostro duplicado, descubrió algo que no había reconocido nunca, una leve vibración detrás de los ojos, un temblor que no venía del cuerpo sino de un punto remoto, tal vez del alma, si es que esa palabra aún significaba algo. El sombrero, ajustado con una precisión casi quirúrgica, parecía registrar cada impulso, cada sombra, cada recuerdo reprimido, y traducirlo en una geometría de destellos, de figuras breves que se cruzaban sobre la superficie del cristal.
El sombrerero lo observaba desde el fondo del cuarto, inmóvil, como si asistiera a un experimento largamente preparado, y en cierto momento dijo sin levantar la voz que no buscara fuera, que la señal siempre había sido un rumor de la fuente. Su voz sonó como el chasquido de un foco que se apaga.
Entonces, Ramón recordó sus graneros, las cajas fuertes, las nubes digitales donde había almacenado lo que llamaba su vida. Pensó en las carpetas, en los créditos, en los bienes guardados para un mañana que ahora ya no existía. “Alma mía”, murmuró, “descansa, come, bebe, regocíjate”, pero las palabras se quebraron dentro del sombrero y regresaron multiplicadas, con un eco burlón que repetía su nombre en tonos cada vez más agudos.
El lenguaje se deshacía dentro de él, las palabras giraban dentro del sombrero como hojas atrapadas en un remolino. Comprendió que aquello que había llamado paisaje no era más que una proyección de su mirada, y que lo que ahora veía, su propio rostro transformándose, descomponiéndose, recomponiéndose sin fin, era el verdadero territorio.
El sombrerero se acercó un poco más, le colocó la mano sobre el hombro con una ternura que rozaba lo criminal, y le susurró que el alma no estaba dentro, que el alma era el reflejo que lo sobrevivía cuando creía haber dejado de mirar.
Luego, sin ruido, se desvaneció. Quedó el sombrero, girando en el aire, mientras el vidrio temblaba bajo la primera ráfaga de luz. El sombrero cayó al suelo y quedó quieto. Del interior comenzó a surgir un murmullo, un leve zumbido eléctrico, y después una voz que repetía su nombre con una cadencia maquinal, cada vez más lejana, cada vez más suya. Miró alrededor, como si esperara encontrar una presencia, pero la habitación permanecía inmóvil, respirando por las paredes. Sabía, sin embargo, que lo observaban, que las superficies tenían memoria, que el reflejo no le pertenecía, que al otro lado del cristal alguien, o algo, anotaba cada parpadeo. Entonces comprendió que el sombrero no era un objeto, sino una antena, y que el alma transmitía ahora en una frecuencia que el mundo ya no podía oír.
Fuera, el amanecer seguía extendiéndose sobre los tejados, y la luz, paciente y minuciosa, comenzaba a registrar cada superficie como si hiciera inventario del mundo. Dentro, Ramón, o lo que quedaba de él, permanecía inmóvil ante el cristal, y en esa quietud comprendió, ya sin defensa, que todo lo que había llamado vida era solo un registro intermitente, una contabilidad de reflejos. Los graneros que creyó llenar no guardaban sino señales, fragmentos de una transmisión más antigua, y el cielo, el verdadero cielo, no estaba arriba ni afuera, sino latiendo detrás del vidrio, donde la claridad se confundía con el oscuro rumor de la malla. Allí esperó unos segundos más, hasta sentir que la luz, al tocar su rostro, también empezaba a borrarlo.
Rferdia
Let`s be careful out there