Belona y Atenea en los diarios de guerra de Ernst Jünger

«Besiegte Erde schenkt uns die Sterne.»

La tierra vencida nos regala las estrellas.

Ernst Jünger, Barraca de las cañas, 14 de febrero de 1940

Entre el fragor de los motores y el temblor de las amapolas Ernst Jünger escribe como quien dibuja un mapa invisible de la conciencia. Jardines y carreteras, el primero de sus diarios de la segunda guerra mundial, no es un cuaderno de campaña: es una tentativa de salvar el alma del lenguaje mientras la historia se desangra. En esas páginas excelsas, dos diosas antiguas se asoman al umbral del siglo XX: Belona y Atenea, la furia y la medida, el hierro y la mirada.

Belona reina en la carretera.
En su trazo recto y funcional, en la obediencia de los convoyes, en la geometría devastadora de los tanques. Es la diosa del fuego sin rostro, del sacrificio anónimo, del rumor metálico que sustituye al canto. Su templo no tiene columnas: es el horizonte abierto por la técnica, donde los cuerpos se vuelven cifras y la violencia se vuelve estadística.

Atenea habita el jardín.
Allí donde el mundo aún conserva una forma, donde el insecto prosigue su tarea bajo el zumbido distante de los aviones. Es la diosa que observa, que mide, que guarda el equilibrio entre el pensamiento y la ruina. En cada hoja que Jünger describe hay una forma de resistencia, una obstinación del orden frente a la entropía del siglo.

Entre ambas diosas —la una de la herida, la otra del pensamiento— se tiende la línea secreta del libro. Belona arranca al hombre de la quietud; Atenea le enseña a mirar sin odio. Belona incendia la materia; Atenea escribe con sus cenizas. En la carretera, la marcha infinita del progreso; en el jardín, el resplandor detenido de lo vivo. Y Jünger, testigo de ambas, escribe desde el punto de intersección, donde el caos se transforma en lucidez.

«Los ojos que nos permiten contemplar este panorama de la Segunda Guerra Mundial son y no son los mismos que en Tempestades de acero y en El bosquecillo. Allí Jünger nos proporcionaron una visión exacta y objetiva de la estructura, del esqueleto de la Gran Guerra. En jardines y carreteras, permanece la mirada estereoscópica, la doble vista, pero el alma ha cambiado. Dos frases famosas, una de Tempestades de acero y otra de Jardines y carreteras, muestran con toda nitidez el contraste. La primera dice así: “Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas, de peligro grande. Y entonces la guerra nos arrebató como una borrachera. Partimos hacia el frente bajo una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre. Ella, la guerra, era la que había de aportarnos aquello, las cosas grandes, fuertes, espléndidas. La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el rocío.”
La segunda, en cambio, reza: “En ciertas encrucijadas de nuestra juventud podrían aparecérsenos Belona y Atena: la primera con la promesa de enseñarnos el arte de guiar veinte regimientos al combate de manera que estuvieran en su puesto en el momento de la batalla, mientras que la segunda nos prometía el don de juntar veinte palabras de manera que formasen una frase perfecta. Y pudiera ser que eligiésemos el segundo de los laureles; éste crece, más raro e invisible, en las pendientes rocosas.”»

Del prólogo de Andrés Sánchez Pascual, Radiaciones, Volumen 1

En ese cambio de mirada —de la embriaguez de las flores y la sangre al laurel invisible de la palabra— se cifra toda la metamorfosis del espíritu jüngeriano. Jardines y carreteras ya no busca la exaltación del heroísmo, sino la disciplina interior que nace de haber conocido su precio. Belona, en el primer Jünger, era la diosa de la acción; en el segundo, se convierte en sombra y advertencia. Atenea, silenciosa, ocupa su lugar, y su lanza ya no hiere, sino que escribe.

El diario se transforma así en un ejercicio de vigilancia interior.
Cada anotación es una tentativa de forma contra el desastre. Allí donde otros verían el frente, Jünger ve una composición, una constelación de signos: un campo de amapolas junto a una alambrada, una mariposa sobre el acero de una granada. Es en esa mirada donde Atenea vence no destruyendo a Belona, sino conteniéndola, haciéndola pensable.

Belona representa la embriaguez de la fuerza; Atenea, la disciplina del estilo.
Ambas se necesitan. Sin la una, el mundo sería inerte; sin la otra, se volvería insoportable. En Jardines y carreteras, esa alianza se cifra en el gesto de escribir: escribir como quien poda, como quien limpia la herida para que no se gangrene. La prosa de Jünger es su jardín: un espacio delimitado donde la violencia se vuelve imagen y la imagen se vuelve pensamiento.

Cuando el ruido de los motores se apaga, el jardín permanece.
No como refugio, sino como vestigio del orden en medio del colapso. Allí, entre los tallos, las diosas se reconcilian un instante: Belona afila su lanza sobre la piedra húmeda del alba; Atenea la observa y asiente. La guerra continúa, pero en el cuaderno de Jünger —ese jardín de signos— la forma aún respira.

Y mientras tanto, sobre el mundo en ruinas, florece una idea:
que incluso en el infierno puede haber geometría,
y que toda escritura verdadera es una forma de resistencia contra el olvido.

Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there