Al principio las puertas fueron el fin del mundo […] y tras cualquier cosa aparecía algo infinito

Thomas Traherne

El tapiz, visto desde su anverso, se ofrece como superficie tersa: un dibujo sin fracturas, una armonía de colores donde nada parece desentonar. Al girarlo, sin embargo, se revela el envés: un territorio de nudos, tensiones ocultas y cicatrices de hilo que sostienen la perfección visible. Esa doble faz guarda el secreto de todo arte. Lo que parece natural descansa sobre una disciplina invisible; lo que se muestra con gracia se edifica en la sombra. El Renacimiento supo reconocer en esa paradoja una categoría vital y estética: la sprezzatura.

Castiglione, en El libro del cortesano, la definió como el arte de disimular la dificultad, de presentar los gestos más arduos como si hubiesen nacido sin cálculo. Bailar como si el cuerpo desconociera el peso, esgrimir como si la espada fuera prolongación del brazo, hablar como si cada palabra hubiera brotado al instante. La sprezzatura no consiste en ausencia de rigor, sino en su triunfo secreto: la disciplina llevada hasta volverse invisible. La perfección, para serlo, debe parecer inevitable, casi espontánea.

Ese ideal ha sobrevivido a los siglos. Lo encontramos en el músico que improvisa con una naturalidad que encubre años de ensayo, en el escritor cuya prosa fluida es fruto de una obstinada paciencia, en el político que improvisa un discurso ya escrito con precisión. Lo que fascina no es solo la excelencia, sino la ilusión de que no ha costado nada alcanzarla. La sprezzatura convierte el esfuerzo en gracia y el artificio en naturaleza.

Algo semejante ocurre con la belleza femenina cuando rehúsa la ostentación. No depende de proporciones ni de cánones, sino de una manera de aparecer en el mundo. Una mujer bella por sprezzatura no se impone: basta su paso inadvertido para transformar la atmósfera, basta el gesto casual de apartar el cabello, basta la risa que no busca. Esa belleza acontece como un resplandor que no reclama, y en esa discreción se vuelve inolvidable. Su secreto está en el tapiz: en mostrar solo el anverso terso y ocultar el envés de cuidados, vigilias y renuncias.

En tiempos de exhibición constante, cuando todo artificio se proclama como artificio y el esfuerzo mismo se convierte en espectáculo, esa belleza discreta resulta rara, casi insólita. Su fuerza nace de la paradoja: es más intensa cuanto menos se pretende. La sprezzatura femenina resiste la lógica del exhibicionismo y recuerda que lo verdaderamente bello no se compra ni se fabrica, sino que sucede como don inesperado.

Cristina Campo, la más secreta de las escritoras italianas del siglo XX, pertenece a esta misma constelación. Su prosa breve y exacta, reunida en Los imperdonables, posee la tersura del tapiz en su anverso: frases de una pureza extrema, breves como destellos, sin nada superfluo. Pero tras esa superficie late el envés: la renuncia, el rigor, la disciplina de quien exigía a la palabra una fidelidad casi mística. Campo llamó imperdonables a quienes no pactan con la mediocridad, a quienes guardan fidelidad al absoluto en los gestos mínimos. Ella misma fue una de esas figuras: ascética, rigurosa, celosa guardiana del misterio de la belleza en la palabra.

Su escritura encarna una forma literaria de sprezzatura. Cada frase se ofrece como si hubiera nacido sola, pero está tejida con hilos tensos, con vigilias invisibles. Como la mujer que no busca ser mirada y, precisamente por eso, concentra la mirada de todos, la obra de Campo brilla con la luz de lo irrepetible: la de lo que no admite concesiones, la de lo que no se puede imitar ni justificar.

El tapiz, la sprezzatura, la belleza femenina, Cristina Campo: he aquí cuatro nombres para un mismo secreto. La perfección es lo que aparece sin esfuerzo; lo absoluto, lo que no necesita explicarse; lo bello, lo que se ofrece con naturalidad y rehúsa la ostentación. Frente a un presente saturado de artificios visibles, estas figuras recuerdan que la gracia exige discreción, que lo logrado se apoya en lo invisible, que lo memorable es aquello que llega como si hubiera estado siempre allí.

Tal vez esa sea la lección última: la perfección, para serlo, debe habitar el secreto; la belleza, para ser inolvidable, debe irrumpir como si no mediara cálculo; la palabra, para custodiar su misterio, debe ocultar la disciplina que la sostiene. El tapiz, la mujer, la obra de Campo: diferentes rostros de una misma revelación, la de lo imposible que, por un instante, se muestra con la suavidad de lo natural.

Una rosa, según Cristina Campo

En el ensayo Una rosa, Campo lleva hasta su culminación esta poética del secreto. Frente a quienes acusaban de frivolidad a los fabulistas franceses por adornar a sus hadas, ella defiende la percepción —no la mera vista— de Madame d’Aulnoy, capaz de recoger de las voces populares los misterios más delicados como quien se encuentra un trébol en el prado. Frente a la recopilación metódica de los Grimm, donde los milagros aparecen ahogados entre hierbajos, Campo celebra la ligereza de narradores distraídos, semejantes a los videntes.

En su lectura de Cenicienta, el límite de la medianoche se convierte en la gran metáfora del tiempo y del milagro: traspasarlo implica caer de nuevo en las cenizas. Y, sin embargo, es en la renuncia —la pérdida del zapato de vero— donde Cenicienta encuentra su ganancia. En Belinda y el Monstruo, la metamorfosis no ocurre en él sino en ella: cuando Belinda deja de mirar con los ojos de la carne y descubre la bondad esencial, la transformación exterior del Monstruo en Príncipe se vuelve superflua, exceso de gracia, sobreabundancia prometida a quien aspira al reino de lo invisible.

La rosa pedida en pleno invierno resume toda la enseñanza: el deseo de lo imposible, lo gratuito, lo que no pertenece a este mundo. Campo lee en ese gesto el signo de una fidelidad al absoluto, una elección que define a los imperdonables.

Desde la perspectiva de la sprezzatura y del tapiz, Una rosa aparece como prolongación natural de la misma lección: lo perfecto se ofrece con naturalidad, lo esencial se guarda en secreto, lo imperdonable se reconoce en la elección de aquello que no puede explicarse ni justificarse.

Acusar de frivolidad a los fabulistas franceses porque adornaron a sus hadas con alguna que otra pluma de avestruz significa «poseer la vista, no la percepción». Precisamente percepción poseía, en cambio, una Madame d’Aulnoy, que supo recoger de las voces del pueblo los misterios más delicados casi sin darse cuenta, casi en un sueño, como se coge un trébol de cuatro hojas en un prado. (No sucede lo mismo con los hermanos Grimm, quienes, explorando metódicamente hoja por hoja el folclore, encontraron también ellos muchos misterios, pero entre una sofocante cantidad de hierbajos sin magia ninguna). Madame d’Aulnoy compuso fábulas sublimes, como La rama de oro o La gata blanca, por ejemplo, cuyos fondo o cima parece imposible tocar. Aunque bastaría citar el cuento más célebre de Perrault (o de su misterioso hijo fallecido tempranamente), me refiero a su cuento más leído: Cenicienta. Dejando de lado por ahora los símbolos, ya tan tristemente desflorados, de las malvadas hermanas y del zapato de cristal (aunque el auténtico zapato, exquisitamente, era de vero), cuántas revelaciones hay en Cenicienta. Relámpagos que tan solo narradores semejantes, dulcemente distraídos, como todos los videntes, podían llegar a atrapar. He aquí el preludio de la gran crisis, el baile en la corte: «Cuando estuvo acicalada de esta guisa, subió a la carroza; pero la madrina le recomendó que bajo ningún concepto regresara más tarde de media noche, advirtiéndola de que si permanecía más tiempo en el baile su carroza se convertiría en calabaza, sus caballos en ratones, sus lacayos en lagartos y que su bonito vestido recuperaría la antigua forma». Al misterio del tiempo y a la ley del milagro se refiere en estas pocas palabras con extrema ligereza y, aun así, con gran determinación. ¿A qué puede conducir la infracción de un límite sino al regreso trágico en el tiempo, al despertar por la mañana sobre las cenizas frías? Cenicienta roza, en la tercera y más gloriosa noche de baile, ese precipicio: y para esquivarlo, huyendo despavorida, no le importa perder su zapato de vero, renunciar a una porción del gratuito y extático presente del cual la ha revestido una potencia. Pero he aquí que será precisamente ese hilo, el zapato de vero, el que la devolverá al príncipe. La pérdida voluntaria del mismo se convertirá en su ganancia. «Quien tire su vida la salvará». Madame Leprince de Beaumont, en Belinda y el Monstruo, conduce el mismo tema hasta zonas aún más delicadas y ocultas. Como en toda fábula perfecta, también esta deja de lado la amorosa reeducación de un alma —de una atención— para que de la vista se eleve a la percepción. Percibir es reconocer lo único que tiene valor, lo que únicamente existe de verdad. ¿Y qué es acaso lo que existe realmente en este mundo sino lo que no es de este mundo? La amistad de Belinda con el Monstruo es una larga, una tierna, una crudelísima lucha contra el terror, la superstición, el juicio de la carne, las vanas nostalgias. No muy distinto de la demora de Cenicienta en el baile es el regreso a casa de Belinda, que por poco le costará la vida al Monstruo. Es, para una y otra muchacha, el riesgo de una recaída en el círculo mágico del pasado, lo que puede devastar, como un hielo fuera de estación, lo que ha intentado largamente brotar: el presente. Es la ordalía de Belinda, pero Belinda no lo sabe. De hecho, en esencia, es la ordalía del Monstruo. ¿Cuándo se transforma el Monstruo en Príncipe? Cuando el portento se ha vuelto superfluo, cuando la metamorfosis ya ha tenido lugar de manera insensible en Belinda: privándola de todo lamento adolescente, de toda herrumbre de fantasía, no dejando de ella más que la atenta alma desnuda («ya no me parece un Monstruo y, aunque lo fuera, me casaría igualmente con él porque es infinitamente bueno y no podría amar a nadie más que a él»). La metamorfosis del Monstruo es en realidad la de Belinda y es, cuanto menos, razonable que, llegados a este punto, también el Monstruo se convierta en Príncipe. Razonable porque no es necesario. Ahora que ya no hay dos ojos de carne para ver, la hermosura del Príncipe es puro exceso, es la alegría sobreabundante prometida a quien aspiró en primer lugar al reino de los cielos. «A quien tenga se le dará», afirma el verso que tanto intriga a los fieles a la palabra. Para llevar a Belinda a dicho triunfo, el Monstruo rozó la muerte y la desesperación, trabajó con la obstinación de la perfecta locura noche tras noche, apareciéndose a la muchacha recluida, resignada e impávida en la hora ceremonial: a la hora de la cena, de la música. Encerrado en la égida del horror y del ridículo («además de feo, lamentablemente, soy también estúpido»), se expuso al odio y a la execración de aquella a la que amaba: descendió a los Infiernos y la hizo descender a ella también. Otro tanto —y no menos locamente— hace Dios por nosotros: noche tras noche, día tras día. No conviene, sin embargo, olvidar que fue Belinda quien despertó a su Príncipe, de lejos y sin saberlo. Fue cuando le pidió a su padre, mientras este ponía el pie en el estribo, en lugar de una joya o de un traje magnífico, aquel loco regalo: «una rosa, solo una rosa», en pleno invierno.

Crisina Campo, Los imperdonables, ed. siruela

Nota editorial

El ensayo completo Una rosa puede leerse en la edición española de Cristina Campo, Los imperdonables, traducción de Carlos Ortega, Editorial Siruela, Madrid, 2002.

Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there