“Nace en las Indias honrado,
viene a morir en España.”

— Quevedo

Decía el Fuero Juzgo en 1240 —antigua norma de derecho visigodo, y no, como podría sospechar un lector distraído de nuestro tiempo, la marca de un fact-checker moderno dedicado a vigilar la ortodoxia de las opiniones públicas al modo de una oficina orwelliana— que corromper era desvirtuar, echar a perder, torcer lo recto. Ocho siglos más tarde seguimos obedeciendo esa definición con una puntualidad digna de mejor causa, como si la corrupción fuera la única tradición jurídica que jamás hemos traicionado.

Martín de Azpilcueta, buen moralista del XVI, dejó escrito que la corrupción exige dos voluntades torcidas. Aquí, en eso, somos muy cumplidores: tan responsable es el que alarga el sobre como el que lo guarda en el cajón. Nadie pregunta quién es el culpable; lo interesante es cuánto se llevó. Y sobre todo, si fue más que el vecino.

El contraste con otros pueblos resulta aleccionador. Cambises II, rey de Persia, mandó despellejar a un juez corrupto y forrar con su piel la silla del tribunal. En España, lo más cerca que hemos estado de semejante ejemplaridad es un ministro que dimite el viernes por la tarde y reaparece el lunes en el consejo de administración de una eléctrica. Los persas forraban los sillones con piel humana; nosotros los forramos de terciopelo, o de esa seda brillante que en catálogo viste cuerpos imposibles de Victoria’s Secret y aquí, milagrosamente, disfraza las vergüenzas del poder.

Isabel II, menos sanguinaria, preguntó a un contratista de caballos si se había hecho rico vendiendo pienso al ejército. El hombre contestó con sinceridad ibérica: no por dárselo, sino por no dárselo. Esa fórmula sigue vigente en cada obra pública que se cobra por no terminarla, en cada aeropuerto sin aviones y en cada hospital inaugurado sin médicos. España se ha especializado en el arte de facturar el vacío.

Al aeropuerto de Castellón no llegaron aviones, pero llegó un helicóptero con políticos para cortar la cinta. El de Ciudad Real fue concebido para recibir al Concorde y acabó convertido en escenario de serie televisiva. Hay países donde las infraestructuras sirven para viajar; aquí sirven para grabar un thriller. Y nadie protestó: total, los aeropuertos fantasmas son más baratos de mantener que los reales, porque no hay que gastar en controladores.

La pandemia ofreció otro festival. Empresas de lencería que de repente suministraban mascarillas, intermediarios que se convirtieron en millonarios por firmar un papel, maletines que atravesaban aeropuertos con la discreción de un estornudo, un criminal ministro de sanidad convertido en presidente de una cueva de Alí Babá autonómica. El virus fue democrático, pero las comisiones fueron de representante FIFA

El capítulo más castizo lo escriben, sin em-bargo, las puertas giratorias. Ministros que un día regulaban tarifas y al siguiente las cobraban en el consejo de la eléctrica. Todo un prodigio de continuidad: la misma firma con dos nóminas distintas. Y lo peor es que lo explican con orgullo, como quien enseña el álbum de fotos de la boda de su hija.

Y por si faltara escenografía, la actualidad aporta su retablo esperpéntico: contratos opacos, facturas que se pierden en saunas de lujo, negocios que parecen escritos por Valle-Inclán después de una mala noche. Hasta el suegro presidencial se asoma a este carnaval de sombras, como recordándonos que la corrupción en España nunca se conforma con lo administrativo, sino que se adorna siempre con un toque de cochambre. Aquí las mordidas tienen barra libre y las cuentas, jacuzzi incluido.

El soborno español tiene su propio folclore. El político no se plantea si aceptar o no, solo pregunta cuánto han ofrecido a los demás. La ética se mide como en la lonja del pescado: por kilo. Si un alcalde se lleva tres por ciento, el otro exige cuatro. La corrupción es nuestra verdadera competición deportiva, solo que aquí no gana el más rápido, sino el más discreto.

Los sobres con dinero son casi entrañables, cosas de familia. Lo serio son las recalificaciones, las contratas infladas, las autopistas rescatadas. Un sobre es el café con leche; la obra pública es el banquete. Y el ciudadano, claro, paga los dos.

El problema no es la magnitud de la corrupción, sino su regularidad. Cada lunes aparece un nuevo caso en los periódicos, como el parte meteorológico. Y ya ni sorprende: produce el mismo bostezo que escuchar que mañana lloverá en Galicia. El ciudadano se ha resignado; sabe que el corrupto no devolverá un euro y que, si acaso, dimitirá cuando se jubile, entre aplausos.

Julio Camba, con su sorna de entomólogo, hubiera dicho que la corrupción es como la humedad: invisible al principio, sube por las paredes y lo arruina todo. Y en España, si uno sigue el rastro de esas manchas, no acaba en los cimientos del Estado, sino en reservados alfombrados donde el dinero público se transforma en humo de habanos y copas de cristal tallado.

La humedad, al fin y al cabo, no solo trepa por las paredes: acaba filtrándose en los pliegues de las cortinas y en la cuenta de gastos, dejando al contribuyente con la sensación de haber pagado, otra vez, la habitación entera.

“Poderoso caballero
es don Dinero.”

— Quevedo

Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there