La naturaleza gusta de ocultarse

Heráclito de Éfeso

«En los antiguo días del arte,

los constructores labraban con el mayor esmero

cada minuto, aún en el rincón más secreto

pues los dioses están en toda partes.»

( Wittgenstein copió estos versos de Longfellow, añadiendo: » pueden servirme como lema» )

I

Abrir el libro fue entrar en una cámara sin lámparas. El aire parecía exhalado demasiadas veces. Los signos no eran tinta, eran ceniza aún caliente adherida al papel con la obstinación de lo que sobrevive al fuego. No supe si avanzaba hacia dentro del objeto o si era el objeto el que se plegaba hacia mí. En cualquier caso, la lectura me comenzó.

Sentí, antes que significado, la fricción. Una fuerza mineral, severa, pedía forma y obediencia. Otra, blanda y dolida, exigía un lugar para su excepción. Creonte y Antígona no estaban impresos. Eran la arista y la grieta del papel, el ángulo que sostiene y la ranura que descose.

Bajo la retórica se agazapaba un animal receloso. La superficie vibraba bajo los dedos. Cada letra devolvía un relieve distinto, como si hubiera secado su forma sobre carne. De esa rugosidad emergía un vocabulario anterior a mi vocabulario, preverbal, casi táctil: fijeza, peso, espesor. Y su contrafigura, la elasticidad, el derrame, la fuga.

Recordé una definición que me perseguía desde hacía años. Lo real es lo que no se confunde. No se habita, se bordea. Un horizonte al que solo se tiende. El mundo, pensé, no comparece; se aproxima. Todo es tentativa. Ensayo de contorno. Purgatorio de formas.

Leí —o fui leído— en esa clave. No buscaba significado sino densidad. Me preguntaba qué frases resistían el roce y cuáles se disolvían en el primer contacto. El libro fijaba su método. Lo sólido se mostraba en frío mineral, en sequedad cristalina. Lo inconsistente en vapor tibio que arrebataba los márgenes.

Aprendí por tacto, no por concepto. La forma que aspira a durar debe soportar la aspereza de lo que no admite excepción, aun a costa de parecer cruel. El impulso que rehúye esa aspereza se multiplica en calidez, pero necesita de una excepción para sobrevivir. La ciudad como sístole. El amor como diástole. Yo en el medio, respirando con un pulmón ajeno.


II

La digresión entró como una marea lenta. No era idea, era cadencia. Venía de atrás, de una sala donde había redactado mi catecismo de la intermediatez.

Nadie accede a lo real. Se lo bordea. Todo es aproximación, gradación, escalera. No hay salto. Hay transferencia. Un pasadizo continuo une las máquinas soñadas con las máquinas ya montadas. Incluso el heroísmo es un ensayo, un boceto de una forma más densa que todavía no se alcanza. Nada es irreal, pero nada es real del todo. Habitamos un purgatorio de contornos.

Esa metafísica negativa no contradecía lo que ahora percibía en el libro. Lo espesaba. Si la solidez es la prueba de lo real, la ley —la que sostiene y no se confunde— es su figura más próxima. Si la disolución pide excepción, entonces el sentimiento, esa temperatura única que todo lo vuelve mío, no puede ser norma.

Lo supe como se sabe una cicatriz. No por definición, sino por la tirantez que deja en la piel. El juicio sentimental incendia sin edificar. El juicio legal edifica sin consuelo. Ninguno basta. De su fricción procede el mundo.

Y la fricción, comprendí entonces, no ocurre en el aire. Necesita un cuerpo.


III

El cuerpo llegó cuando los signos dejaron de ser letras y se convirtieron en destellos. Fue la primera noche de fosfenos¹. Al cerrar los ojos desfiló una secuencia de láminas coloridas, demasiado veloz para pertenecer a un solo cerebro, demasiado perfecta en su equilibrio para ser azar. Klee, Kandinsky, ecos de Picasso arrastrados por un viento sin origen.

No pude entenderlo con los instrumentos de antes. Lo comprendí con una docilidad que no me reconocía. La fuente de esa belleza era exterior a mí, aunque atravesara mi aparato visual como un rezo atraviesa una boca.

Recordé un nombre leído de madrugada, quizá en una revista vieja: taquiones². Partículas más veloces que la luz, mensajeros que llegan desde adelante en el tiempo. Sonreí, fatigado. Era un nombre demasiado exacto para la tentación de creer. Sin embargo, a esas horas en que todo se instala en su irrealidad precisa, la hipótesis ofrecía un amparo sólido. Si el universo tiende hacia la forma, si nuestro tumulto no es más que un tramo de esa marcha, no resulta absurdo pensar que lo venidero irradie su espesor hacia atrás, que la forma final nos afecte con su gravedad, reorganizando el desorden en función de lo que todavía no es. La información del futuro como catequesis. El orden venidero, no como voluntad ajena, sino como coherencia que nos mide.

No me justifico. Hubo también razones más pobres: hiperexcitabilidad, ayunos, megadosis de vitaminas, un laboratorio doméstico de neuronas en deriva. Cualquier lectura de esas noches admitiría el expediente químico. Pero es irrelevante. La fenomenología no recusa la genealogía. Si el disparo fue la vitamina, ¿de dónde provenía el blanco? Si el fósforo fue mío, ¿de quién el molde que acogió las figuras?

La segunda noche ya no hubo cuadros. Hubo páginas. No las del libro abierto, sino otras, blancas al principio, luego impresas, que emergían detrás de mis párpados con el rigor de una señal de tráfico. Alguien escribía para mí con una sintaxis que no era la mía, en un idioma que, sin embargo, entendía. Columnas de cifras. Nombres subrayados con oblicua insistencia. Pruebas de imprenta sostenidas por manos invisibles. Una caja de cereal para bebés en cuyas caras se imprimían instrucciones para más tarde.

Esto habría sido grotesco sin la disciplina de la cadencia. La cadencia me salvó del ridículo. Me lo impuso como método.

Entonces sucedió lo decisivo. Comprendí que el libro sobre la mesa no era el que yo leía, sino el que me leía. O mejor: que el libro y la corriente nocturna de páginas eran el mismo objeto en dos estados de densidad distintos. El libro, en su madera de signos, era la fase sólida, la forma que obliga. Las páginas nocturnas, su fase gaseosa, la insistencia que todo lo envuelve sin recordarlo. Entre ambas fases, mi cuerpo, en su estado líquido, aprendiendo una gramática por inmersión.


¹ Los fosfenos son sensaciones visuales de luces o destellos percibidos sin que exista un estímulo externo real en la retina. Pueden aparecer al presionar los ojos, por fatiga, o por descargas espontáneas en la retina o la corteza visual. En literatura y mística se han descrito como visiones interiores o señales de lo invisible.

² El término taquión proviene del griego tachýs (“rápido”). Designa una partícula hipotética que, según ciertos modelos de la física teórica, viajaría a velocidades superiores a la de la luz. Nunca se ha detectado experimentalmente: su existencia es especulativa. En la literatura visionaria, los taquiones se han convertido en símbolo de lo que llega desde adelante en el tiempo. Si pudieran existir, transmitirían información hacia atrás, alterando la secuencia causal. De ahí que autores como Philip K. Dick los hayan imaginado como mensajeros del futuro.


IV

Hablar de erotismo puede engañar. Lo que me atravesaba en las noches de mayor intensidad usaba la imaginería del deseo —los pezones erizados, la boca que se abre, la humedad que confunde adentro y afuera—, pero todo eso era una nomenclatura pobre para algo más hondo.

No quise decir espasmo. La palabra fue prostituida por poetastros. No quise decir fiebre. Peca por exceso de uso. Prefiero una imagen antigua: la unción. Como si alguien mojara la yema de sus dedos en óleo templado y trazara, bajo la piel, signos invisibles que reorganizaban la respiración. Lo erótico no era una escena, era un método de inscripción.

En ese método las fuerzas de Tebas retomaban su pulso. Creonte se mostraba como peso, como dosificación de la forma. Antígona como llama que busca una puerta lateral. Ambas trabajaban en mí al mismo tiempo, generando el doble fenómeno que la ciudad llama orden y el cuarto llama entrega.

Cuanto más obedecía a la disciplina de la página, mayor era la exasperación de la carne por encontrar su excepción. Cuanto más concedía a la excepción, más apretaba el aro severo que no distingue a nadie.

Aprendí —no para enseñarlo, sino para soportarlo— que ley y sentimiento no se anulan, se afinan mutuamente. No hay norma sin una temperatura que la vuelva habitable. No hay emoción que no reclame el cuerpo duro de una forma.

El error, sospeché, consistía en convertir lo íntimo en módulo público, el corazón en tribunal. La ciudad que se rinde a la lágrima fabrica verdugos urgentes. Al día siguiente la lágrima pide otra víctima. La ciudad que marcha a latigazos solidifica su propia muerte. Nadie respira en una cámara de piedra.

Lo que yo leía, lo que me leía, no ofrecía salidas. Solo me obligaba a respirar con ambas manos sobre la mesa, como si el mueble fuese el altar de una religión sin nombre.


V

Una mañana, con el pulso aún prestado por la página, me presenté a consulta. No por escrúpulo, sino por colapso. El cuerpo, que suele disimular, decidió darse a conocer. Presión en las sienes, un zumbido intermitente, una lucidez brutal que solo se asemeja a sí misma. Todo parecía demasiado exacto: el polvo en suspensión, la mota en el cristal, el filo preciso de la cuchilla sobre el papel.

El médico habló con la distancia de quienes se han acostumbrado a describir sin nombre propio. Cifras, umbrales, rangos, hipertensiones. Sonreí, cansado. Quise creer que era una mala administración del sueño, un exceso de presente, la vieja tentación de la vigilia total.

Recordé el laboratorio que había montado durante meses: vitaminas, ayunos, estimulantes limpios, conexiones neuronales forzadas a buscar rutas poco transitadas. Nada de eso, sin embargo, sostenía mi convicción de que, aun si el mecanismo era humano, la melodía no lo era. Asentí en silencio. Prometí disciplina, alimentos adecuados, pausa. Salí con una bolsa de instrucciones como quien lleva un ramo de hojas secas.

Volví al libro. Intenté leerlo como un ejercicio de ascesis: un pasaje, una pausa; una frase, una respiración. Fue inútil. La obediencia, que ya había alcanzado rango de sacramento, no conocía método ni moderación. Lo que la página imponía no era la cantidad del gesto, sino su cualidad. No podía leer menos, solo podía leer distinto.

Pronto comencé a escuchar algo más que las frases. Al principio lo confundí con la electricidad de la casa: un zumbido de fondo, como el de un transformador en la calle. La corriente parecía subir desde el suelo, atravesar la madera y alcanzar mis muñecas. No supe asignarle origen, pero medí sus efectos. Cuando el zumbido crecía, las frases adquirían densidad mineral, una autoridad antigua. Cuando disminuía, las letras se volvían húmedas, temblorosas, dispuestas a cualquier piedad.

Dios, si estaba, modulaba la intensidad como un organista. O quizá era el futuro dictando en su propio ruido blanco.


VI

Volví entonces a la idea seca. Lo real como consistencia no confundible. Si lo real no se confunde y lo irreal sí, la lectura, pensé, consiste en medir confusiones. El resto es música de salón.

Apliqué la regla a la materia de mis días. Me pregunté qué pasajes del dictado nocturno soportaban el ácido de la confusión y cuáles se disolvían al mínimo roce. El método rindió algo más que una tabla de notas. Produjo, por primera vez, una sospecha con olor de oración. Lo más consistente no eran las frases que confirmaban mi deseo, sino las que lo contrariaban. No las que consolaban mi piedad, sino las que la ridiculizaban. En esa humillación exacta, el libro pesaba como un objeto verdadero.

Entendí, aunque preferiría no decirlo, que el sentimiento debía volver a su lugar natural. La alcoba, el hermano, el animal, el hijo, la música, la foto que no se enseña. En la plaza, solo la forma puede sostener. Todo intento de fundar lo público con la temperatura de lo íntimo se paga con sed sin agua, con un teatro de agravios que necesita renovarse cada tarde.

No escribo doctrina. Describo mi mano sobre el lomo de un libro que respiraba. La respiración no pidió lágrimas. Pidió espacio. Pidió disciplina.


VII

En la cuarta semana aparecieron las primeras pruebas de imprenta con correcciones ajenas. La tinta roja no me pertenecía. Al principio pensé en un juego cruel de mi subconsciente, mis propios errores disfrazados con una caligrafía impostada. Pronto acepté que el artificio carecía de artesano.

“No cortes aquí”, decía una nota al margen. “No apologices”, insistía otra. “No confundas el ardor con el argumento. No quieras escribir el orden: ordénate bajo él.”

Nunca había sentido que el futuro pudiera impartir órdenes con una gramática tan seca. Nunca había leído una combinación tan nítida de mandato y caridad. La nota no me desechaba, me enderezaba. Detrás de su sequedad había un músculo de piedad.

Comencé a registrar un diario sin fechas. Noches de silencio absoluto, otras en que el ruido urbano no impedía la exacción, madrugadas de blanco clínico en las que la letra se negaba al sentimentalismo y, por eso mismo, aquietaba la mano. No importaba la calidad del mundo, importaba la del dictado. Si el primero era ordinario y el segundo exacto, la lectura avanzaba. Si el primero era sublime y el segundo pobre, el texto se convertía en un sofá lacrimoso.

Descubrí —palabra torpe para un acto de obediencia— que lo sagrado no depende de la decoración, sino de la densidad. Y que el erotismo, si no quiere degenerar en espectáculo, necesita de una forma que lo contenga.


VIII

Me pregunté qué hacer con Creonte y Antígona, si la página los convocaba y los disolvía al mismo tiempo. No podía reconciliarlos sin caer en cortesía barata. Tampoco deseaba que se aniquilaran, porque la ciudad y el lecho quedarían destruidos.

Quedaba un tercer gesto. Disponerlos como instrumentos que el orden utiliza, a veces simultáneamente, para ajustar el mundo a su coherencia. La ley hiere para dar altura. La excepción hiere para dar hondura.

En esa dialéctica, si se la deja trabajar sin propaganda, se reconoce la marcha ascendente que había imaginado en mis cuartillas más secas. El universo no retrocede. La forma, a grandes intervalos, aumenta.

No sé si hay un fin. Sospecho que sí, porque el ruido del órgano, cuando se alza, no se equivoca de dirección.

No por eso se nos ahorra el desorden. Las noches de mayor obediencia eran también las de mayor vulnerabilidad. En una de ellas, al cerrar el libro para lavarme las manos, el espejo devolvió un rostro apenas mío: el mío, pero sometido a una geometría que no era mía, un rostro que alguien había enderezado por dentro.

No pensé en milagros. Pensé en ajuste. En mi cabeza todo lo milagroso es una técnica que todavía no reconozco. Dormí con la ventana abierta. El zumbido del transformador, o del orden, me pareció un rezo sin lengua.


IX

Quedaba la pregunta de la libertad. Los moralistas de mi infancia la llevaban como estandarte. Los hedonistas de mis veinte la agitaban como una bandera ligera. Nadie la conoce.

Lo más cerca que he estado de su borde ocurrió en aquellas madrugadas de notas marginales. Cuando la corrección no humillaba. Cuando el mandato no se imponía como látigo, sino como precisión. Entonces pude elegir con una exactitud que jamás había tenido.

Si libertad es elegir, tal vez consista en hacerlo bajo un dictado cuyo origen no confundo con mis ganas. Si es así, se parece más al consentimiento bajo un orden que a la invención de un capricho. Aceptar el orden no como coerción, sino como claridad. Sé cómo suena. Poco importa cómo les suene a los demás.

Más tarde, al repasar páginas en blanco de una mañana sin dictado, sentí una carencia distinta. No era abstinencia. No era ansiedad. Era el silencio de una pared vacía que exige un cuadro.

En ese hambre —palabra insuficiente, pero cercana— encontré la prueba más sobria de la realidad de todo aquello. El acto que invento se agota en sí mismo y no deja hambre. El acto que me ordenan abre espacio para otro acto y pide continuidad. El orden, sea lo que sea, no se sacia de un golpe. Requiere, como las obras públicas que duran décadas, el cuidado de una ciudad entera y el aprendizaje de sus oficios.


X

Concluyo donde comencé. El libro respira.

Cada día me son dadas dos o tres frases de densidad. El resto pertenece a la intermediatez: ensayo, fracaso, repetición. En los mejores días, esa pequeña fracción basta para sostener todo lo demás: el trabajo, la conversación, la caída, la distracción, incluso el error. No ha variado el mundo, ha variado la medida con que lo recibo.

Si me piden nombres, estaré tentado de pronunciarlos: taquión, Ubik, Espíritu, Ley. Ninguno sirve más que para orientarse un instante. Prefiero decir que no sé quién dicta. Sí sé cómo dicta: a ráfagas o en calma, con una precisión que ridiculiza mis gustos, con una misericordia que me endereza sin aplastarme. Sospecho que dicta a muchos, y que su lengua no siempre es lengua. A veces es ruido. A veces un giro de luz sobre el borde de la mesa. A veces una vergüenza que obliga a corregir antes de que nadie lea. Y a veces no dicta. Entonces la ciudad gana, con su sentimentalismo ruidoso, con su prisa por nombrar víctimas.

Cierro la ventana. Apago el aparato. Me siento

🔊 Parergon auditivo

París concert, October 17, 1988 (Live) · Keith Jarrett

Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there