No hay oficio más proclive a las supersticiones que el de escribir. Entre ellas, una de las más persistentes es la que confunde la perseverancia con el progreso, como si la literatura se dejara domeñar por el régimen de la práctica acumulativa. Este ensayo —un alegato contra esa ilusión— explora el acto de escribir no como ejercicio voluntario, sino como forma de escucha de algo que el propio escritor desconoce, y que sólo se manifiesta cuando la lengua, por un instante, encuentra su forma irreemplazable.
Parergon auditivo:
Una metáfora perfecta del arte que no se deja mandar.
Para mi amigo Roberto Marcos, uno su un milione
No es improbable que, entre las innumerables mistificaciones que ha padecido —y todavía padece— el llamado oficio de escribir, se haya instalado con particular obstinación una idea que, por contradictoria con la experiencia más elemental de quienes lo ejercen de verdad, merecería haber sido desterrada a tiempo, si no fuera porque su conveniencia para la mentalidad utilitaria de la época la ha convertido en dogma tácito: a saber, que la práctica prolongada, como si de un arte mecánico se tratara, habría de redundar necesariamente en un perfeccionamiento de los resultados o —en términos más obscenos— en un aumento de la productividad del escritor. Que este supuesto haya pasado a ser axioma en los entornos donde se celebran talleres, se promueven rutinas y se divulgan métodos no demuestra otra cosa que la radical ajenidad de tales ámbitos respecto al fenómeno genuino de la literatura; fenómeno que, insumiso a cualquier calendario, no se deja ni acelerar ni optimizar, pues su aparición no obedece a principio de producción alguno, sino que irrumpe —si es que lo hace— como irrumpen las tormentas o los naufragios, es decir, por su propio designio.
Ismail Kadaré lo expresó con una sobriedad que conviene conservar intacta: el arte de escribir, si se posee, no se deja mandar; dicta. Y al admitir esto se desmorona, de golpe, la ilusión de que escribir sea ordenar con habilidad un repertorio de palabras para vehicular una intención previa. Si es el arte quien impone, el escritor deviene servidor, y no tanto del lenguaje —como proclaman los devotos de la filología— cuanto de una instancia que lo excede y que se manifiesta, en los casos afortunados, como exigencia formal a la que sustraerse equivale a falsificar. No se escribe porque se tenga algo que decir, sino porque algo —sin rostro aún, pero con un rigor de ultimátum— reclama ser dicho de una forma que todavía no existe y cuya sustitución por cualquier otra, por próxima que se le parezca, sería traición.
Este carácter intempestivo, incluso incómodo, de la escritura verdadera obliga al escritor, con frecuencia, a rehacer el camino, y no por escrúpulo académico ni por perfeccionismo de taller, sino porque se le hace evidente que lo que persigue —esa forma aún no pronunciable, pero presentida con la misma certeza con que las piernas, antes que la vista, anuncian la curva donde la pendiente se vuelve implacable — carece todavía de los medios técnicos, léxicos o sintácticos que permitan su encarnación sin merma. Y es entonces cuando el lenguaje estorba más que facilita; cuando la sintaxis no acompaña, sino que ofrece resistencia; cuando la lengua misma, en lugar de ofrecerse como cauce, se revela como insuficiencia. No se trata, así, de que el escritor ignore cómo decir, sino de que lo que debe ser dicho no ha sido inventado ni por él ni por la lengua que lo sostiene.
Bajo tales condiciones, la operación de escribir no puede seguir entendiéndose como una actividad voluntaria o ejecutiva, orientada a articular un contenido preexistente con los medios de un lenguaje instrumental. Antes bien, se asemeja a una forma de escucha: atención sostenida a algo que no nace del sujeto que escribe, sino que lo atraviesa y lo emplea como vehículo. Con ello se invierte la relación tradicionalmente admitida entre autor y lenguaje: ya no es el primero quien decide qué ha de decirse ni cómo, sino el segundo el que, en un tanteo incierto, se explora a sí mismo a través de la mano que escribe, con la misma precariedad con que se busca lo que no existe aún. Cabrera Infante, con la precisión irónica de quien no teme el desconcierto, dejó dicho que lo que habla por sus dedos no es un yo reconocible ni siquiera un estilo, sino el lenguaje en persona, convertido en ventrílocuo anónimo. Quien haya padecido la escritura más que ejecutarla no necesitará más pruebas de la exactitud de esa afirmación.
El escritor que se toma en serio su tarea no actúa, pues, como quien dispone de un código listo para vehicular ideas ya formadas, ni como un ingeniero de tramas dispuesto a ensamblar piezas, sino como quien interroga al lenguaje con la incierta expectativa de que en ese interrogatorio se manifieste una forma inédita. Peter Turchi lo comparó a la labor del cartógrafo: se parte de la página en blanco no como recipiente a llenar, sino como espacio de indeterminación donde han de trazarse las coordenadas de un territorio que sólo existirá si puede figurar en el mapa. Y si es cierto que el mapa no es el territorio, no lo es menos que sin mapa el territorio permanece invisible. Así la escritura, que no describe ni refleja, sino que funda un lugar donde antes había materia muda o dispersión sin forma.
De ahí que el problema de la interpretación, tan a menudo tratado como derecho del lector o como tema de aula, oculte un conflicto de legitimidades. En una época que ha entronizado al lector como soberano del sentido y elevado la multiplicidad de lecturas a dogma, conviene recordar, con Umberto Eco, que el texto serio posee una dignidad formal que impone límites. No se trata de restaurar absolutismos, sino de admitir que todo texto con forma auténtica organiza tensiones internas que no pueden ser ignoradas sin menoscabo. Leer, en rigor, no es explicar por entero ni domesticar mediante claves externas, sino atender a su ritmo, a sus silencios y resistencias; aceptar que hay frases que no pueden decirse de otro modo y que en esa negativa reside su valor más alto.
Pero la época, que no tolera bien este principio, relega la literatura verdadera —cuando asoma— a la incomodidad y el desdén, no tanto por su contenido como por su resistencia a ser consumida con los fines que dictan el circuito político, moral, identitario o mercantil; resistencia que exige del lector una atención indivisible, imposible de delegar en atajos o estrategias de lectura rápida. Por eso su aparición es cada vez más rara, no porque falten manos capaces de escribirla, sino porque todo a su alrededor se ha dispuesto para que no comparezca. Lo que circula bajo su nombre, aplaudido por crítica e industria, adopta la forma de una ficción eficaz, vendible o funcional, pero carece de ese principio que obliga al lenguaje a ajustarse a una forma de la que no puede escapar sin traicionarse.
Cuando la literatura verdadera se produce —nunca se fabrica— no lo hace para satisfacer demandas, representar identidades o cumplir funciones. Carece de utilidad, y precisamente por eso importa: porque no se subordina a otra cosa que a su forma. No es expresión ni exposición; no comunica, sino que se afirma como estructura que no admite equivalentes. Allí donde una frase puede reformularse sin pérdida, no hay todavía literatura; allí donde sólo puede decirse así, empieza lo literario. Y es en ese umbral —donde toda paráfrasis es empobrecimiento— donde traza su límite.
Se escribe, por tanto, no desde la plenitud, sino desde la insuficiencia de quien ignora cómo ha de sonar la forma justa y, sin embargo, presiente que sólo en ella podrá alojarse lo que aún no se deja decir. Si se alcanza esa forma —y nada obliga a que así suceda—, el resultado se emancipa de inmediato: deja de pertenecer al autor y se afirma como objeto autónomo. Todo lo demás —firma, biografía, prestigio— carece de peso. Lo esencial no está en la intención previa, ni en la experiencia narrable, ni en la voluntad expresiva. Está en que el lenguaje, alguna vez, encuentre su lugar sin delatarse, sin volverse cita de sí mismo, sin permitir que lo reconocible prevalezca sobre lo necesario. Ese instante, aunque raro, basta para justificar una vida entera dedicada a escribir sin la certeza de hallarlo.
ramonacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
´Let`s be careful out there