Se llama filantropía, pero se comporta como coartada. Se llama ciencia, pero actúa como doctrina. Se llama humanidad, pero no admite preguntas. El nuevo poder no necesita verdugos: sólo formularios, diagnósticos y una sonrisa sin labios.
Parergon auditivo:
Like and like and like — but what is the thing that lies beneath the semblance of the thing?
(“Igual y igual y igual — pero ¿qué es lo que yace bajo la apariencia de la cosa?”)
Virginia Woolf, The Waves (1931), voz de Rhoda.
En los márgenes de la historia oficial, donde la retórica del progreso y la neutralidad institucional pretende imponer su narración hegemónica, se desliza otra lógica —la del poder real, la de la administración opaca de los destinos humanos—. Así lo comprendió Ronald Syme al estudiar la consolidación del Principado de Augusto, desnudando la maquinaria política del relato republicano y mostrando cómo, bajo el ropaje de las formas conservadas, se instalaba un régimen nuevo, silenciosamente despótico. Inspirándonos en esa mirada, y aplicando su método a nuestro presente, lo que se revela no es menos inquietante: la lenta instauración de un orden global pospolítico, articulado no ya por imperios territoriales, sino por arquitecturas digitales de dominación.
Desde los laboratorios filantrópicos —como la Fundación Bill y Melinda Gates— hasta los consorcios tecnológicos (IBM, Google, Palantir, Amazon Web Services), desde los foros geoestratégicos (Club Bilderberg, Foro Económico Mundial de Davos) hasta las agencias sanitarias internacionales (OMS, GAVI, CEPI), se configura hoy una constelación de poder que no necesita proclamarse para operar con eficacia. Esta nueva aristocracia de lo global está compuesta por individuos como Klaus Schwab, Anthony Fauci, Tedros Adhanom Ghebreyesus, Jeremy Farrar, Satya Nadella, Sam Altman y Mark Carney, cuyas trayectorias se entrecruzan en una red densa de consejos asesores, directorios filantrópicos y coaliciones interinstitucionales. Su legitimación ya no reposa en la fuerza ni en la ley, sino en la eficacia algorítmica, en la bioestadística, en la profilaxis moral del riesgo. Como en la Roma augústea, el lenguaje de la protección sustituye al del control; la seguridad, a la soberanía; la salud pública, a la libertad individual.
David Rockefeller, en una célebre declaración atribuida a la reunión de Bilderberg de 1987, habría afirmado que «la verdad no debe ser dicha al pueblo». Más allá de la veracidad empírica de la cita, su fuerza simbólica radica en lo que manifiesta: una élite convencida de que la gestión del mundo exige una manipulación estructural de la conciencia colectiva. Esta élite incluye a dinastías del poder financiero (los propios Rockefeller, los Rothschild, la familia Wallenberg), pero también a una tecnocracia ascendente cuyas capacidades de gobierno descansan en la administración de datos, la creación de modelos predictivos y la producción de legitimidad científica. Lo esencial no es tanto la mentira como la administración técnica del silencio, la fabricación de consensos mediante la saturación informativa, la pedagogía de la obediencia mediante dispositivos de visibilidad y recompensa.
En este sentido, la pandemia del COVID-19 se presentó como un evento de aceleración histórica. No fue —o no sólo fue— un episodio epidemiológico, sino una matriz inaugural del nuevo régimen de control. Programas como MiPasa, respaldado por IBM, y tecnologías como Trust Stamp, financiadas por GAVI y Mastercard, configuran una red densa de identificación, rastreo, clasificación y predicción de cuerpos. No se trata simplemente de vacunación o prevención, sino de la construcción de un panóptico bioinformacional donde cada sujeto es un nodo de datos, una variable en un sistema que aspira a la total previsibilidad.
La metáfora colonial no es gratuita: así como los conquistadores ofrecían cuentas de vidrio y licor a los pueblos originarios para desactivar su resistencia, hoy se ofrecen facilidades digitales, pasaportes sanitarios, identidades biométricas como salvoconducto para circular por el mundo pospandémico. La diferencia estriba en que ahora los «indígenas» son las clases medias del mundo desarrollado, reeducadas para aceptar la renuncia voluntaria a sus derechos bajo la lógica del bien común calculado.
Ronald Syme observó que la República romana no fue destruida con estrépito, sino transformada desde dentro, conservando intactos sus emblemas mientras se vaciaban de contenido. De igual modo, la democracia liberal contemporánea mantiene su fachada representativa, pero el verdadero poder se desplaza hacia instancias no electas: fundaciones privadas, organismos supranacionales, empresas tecnológicas. El Estado-nación deviene gestor local de una agenda global definida en otros ámbitos.
Este desplazamiento no es meramente funcional, sino simbólico. Como el Augusto de Syme, que acumulaba potestades mientras rechazaba los títulos, los nuevos administradores globales operan sin rostro, sin voto, sin rendición de cuentas. Su autoridad se ejerce en nombre de la ciencia, de la eficiencia, de la salud, de la sostenibilidad. El sujeto político, reducido a consumidor de servicios e información, queda disuelto en una ciudadanía posorgánica, donde el cuerpo mismo es interfaz y contraseña.
La mutación antropológica en curso tiene un correlato mítico. La referencia al linaje de Caín, al símbolo de la ciudad como refugio del asesino, sugiere que esta civilización tecnológica es hija de una ruptura primordial. Frente al orden simbólico que vinculaba al ser humano con la tierra, con el límite, con la comunidad, se instala un modelo de nomadismo abstracto, de movilidad sin arraigo, de inteligencia sin memoria. Las Ciudades Inteligentes, promovidas por IBM y otros actores, condensan esta lógica: control total, conectividad permanente, predicción algorítmica de comportamientos. Una polis sin política.
La genealogía de esta deriva se enriquece al vincularla con las cosmogonías mesoamericanas. El dios Xipe Tótec, portador de la «segunda piel» arrancada a la víctima sacrificial, se convierte aquí en figura anticipatoria del sujeto transhumano: un cuerpo despojado de organicidad, recubierto por la interfaz digital que permite su integración en el sistema. Como en las ceremonias antiguas, el sacrificio se justifica en nombre de la renovación, de la purificación, del acceso a una nueva era.
No se trata de negar la existencia del virus, ni los desafíos sanitarios que planteó y planteará. Se trata de comprender que la gestión de la pandemia ha sido también una oportunidad de reorganización profunda del vínculo social. La salud pública ha sido instrumentalizada como vector de disciplinamiento masivo, como justificación de medidas que en otro contexto habrían sido impensables. El confinamiento global, el pasaporte de vacunación, la censura de disidencias, inauguraron una nueva normalidad cuyo horizonte es el control predictivo de cada vida.
Jacques Attali, consejero de varios presidentes franceses y teórico de la globalización, lo expresó sin ambages: «los bancos reemplazarán a los gobiernos». Pero no se trata ya de bancos en el sentido clásico, sino de gestores de datos, de administradores de algoritmos, de arquitectos del nuevo orden digital. Es posible trazar aquí una prosopografía de los nuevos senadores de esta república invisible: Christine Lagarde en el BCE, Kristalina Georgieva en el FMI, Larry Fink desde BlackRock, Sundar Pichai en Google, Albert Bourla en Pfizer, Ursula von der Leyen en la Comisión Europea. Estos actores no ejercen el poder por delegación democrática, sino por gravitación estructural. La Fundación Bill y Melinda Gates, GAVI, Mastercard, IBM, Google, no representan intereses particulares, sino funciones sistémicas.
Ronald Syme denunció la falsificación retórica que convirtió a Augusto en salvador de la República cuando en realidad la estaba desmantelando. Hoy, quienes proclaman salvar la humanidad del caos viral, del cambio climático o de la inseguridad digital, participan en la instauración de un orden técnico-político sin precedentes. Y al igual que entonces, la mayoría aplaude, agradecida por la protección, insensible a la pérdida de soberanía, a la erosión de la libertad, al vaciamiento del sujeto.
La estructura profunda del nuevo orden global no es ya geográfica, sino semántica. La realidad misma se transforma en un conjunto de datos interconectados, gestionados por inteligencias artificiales que administran el riesgo, optimizan recursos y redefinen lo humano. En esta arquitectura no hay espacio para el disenso, porque toda desviación es tratada como error del sistema, anomalía a corregir, enfermedad a curar. El pensamiento mismo queda medicalizado.
El programa ID2020, la digitalización biométrica, los tatuajes cuánticos, el uso de puntos cuánticos invisibles para registrar historiales de vacunación: todo converge en una antropotecnia de la trazabilidad absoluta. No ya el alma, como en el cristianismo; no ya la clase, como en el marxismo; ahora es el cuerpo codificado, cartografiado, vigilado, el nuevo centro del poder. La biopolítica se transmuta en datacracia.
En este contexto, resistir no significa volver a un pasado idealizado, sino recuperar una mirada crítica como la de Syme, capaz de desenmascarar los relatos oficiales y reconstruir la lógica del poder bajo las apariencias. Significa también reapropiarse del lenguaje, del cuerpo, del tiempo, del espacio simbólico. Significa, en fin, interrumpir la programación de nuestras vidas como trayectorias optimizadas.
Así como el historiador británico descubrió en las cartas, en los títulos, en los senadoconsultos de la Roma augústea, las huellas del verdadero proceso histórico, hoy debemos escudriñar en los protocolos sanitarios, en los contratos de datos, en los algoritmos de trazabilidad, las líneas de fuerza de una transformación que no se presenta como tal. Pues como sabía Syme, el poder más eficaz es aquel que se disfraza de continuidad, que sustituye sin parecerlo, que domestica sin imponerse.
Europa padece hoy lo que Ortega llamaría una desorientación vital: ha perdido las estrellas que guiaban sus pasos, y las nuevas, aún invisibles, no han ganado autoridad. En ese interregno, todo paisaje vacila y toda ruta se desvanece. El riesgo no es sólo caminar sin mapa, sino creer que seguimos orientados…( continuará )
Apéndice bibliográfico (ediciones en español)
Ronald Syme
- La revolución romana. Madrid: Alianza Editorial, 1983.
- Los romanos. Madrid: Alianza Editorial, 1986.
David Rockefeller
- Memorias. Madrid: La Esfera de los Libros, 2005.
Jacques Attali
- Una breve historia del futuro. Barcelona: Paidós, 2008.
- Diccionario del siglo XXI. Barcelona: Paidós, 2001.
Bill Gates
- Cómo evitar un desastre climático. Barcelona: Plaza & Janés, 2021.
Klaus Schwab
- COVID-19: El gran reinicio. Ginebra: Foro Económico Mundial, 2020.
- La cuarta revolución industrial. Barcelona: Debate, 2016.
Michel Foucault (referencia conceptual)
- Defender la sociedad. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000.
- Nacimiento de la biopolítica. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007.
Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there