🎧 Parergon auditivo
Sofia Gubaidulina – Dialog: Ich und Du; The Wrath of God; The Light of the End
Música para un mundo que se agota sin comprender que lo hace.
El colapso del orden unipolar no constituye un suceso puntual sino una erosión prolongada cuya visibilidad se acentúa a medida que las formas que lo sostienen pierden eficacia. Ya no basta un ejército poderoso ni una supremacía financiera abstracta. Para figurar como actor geopolítico en el siglo XXI, no es suficiente con dominar territorios o controlar flujos: es necesario significar.
El poder, hoy, se juega en tres frentes simultáneos: Ares —la fuerza militar—, Atenea —el dominio económico y financiero— y Apolo —la proyección simbólica, la guerra por el significado—. Esta última, la más difusa y menos cuantificable, resulta decisiva. Un poder que no logra construir una idea del mundo capaz de trascender fronteras y de imponerse como legítima —o al menos como inevitable— termina convertido en custodio melancólico de su propio crepúsculo.
En este marco, la confrontación entre Estados Unidos y China no es una simple pugna arancelaria ni un reajuste entre potencias: es la manifestación contemporánea de un antagonismo civilizatorio que remonta a la historia antigua. La oposición entre tierra y mar no es una metáfora, sino un principio estructural de los conflictos geopolíticos. Desde Esparta y Atenas hasta Roma y Cartago, se ha perfilado una lógica que atraviesa los siglos. El mar comercia, disuelve, seduce; la tierra fija, administra, impone. Cartago, Venecia, Londres, Washington: cada una de estas ciudades representa, en distintas épocas, la forma marítima del poder, sostenida en la fluidez, el crédito, la intermediación. Frente a ellas, Roma, Moscú o Pekín han afirmado la lógica opuesta: verticalidad estructural, jerarquía, permanencia territorial.
Halford Mackinder supo captar esta dialéctica al postular el Heartland como núcleo geopolítico de Eurasia. Aleksandr Dugin la radicalizó al proponer una Cuarta Teoría Política centrada en la restauración de la subjetividad continental. Pero fue G.K. Chesterton quien intuyó con mayor profundidad su dimensión moral: Cartago no era peligrosa por su poder militar, sino por su fe secreta en el cálculo. En su culto a Moloch —símbolo de una economía que devora a sus propios hijos—, Chesterton vio encarnado un mundo donde la transacción sustituye al vínculo y el precio usurpa al valor.
Estados Unidos, heredero de esa tradición talasocrática, afronta hoy una triple crisis: el agotamiento de su narrativa fundacional, la fragmentación institucional y la pérdida creciente de control sobre sus propias corporaciones. La Finintern —entidad invisible compuesta por élites financieras supranacionales, herederas de los venecianos, los templarios y los banqueros de la diáspora— ha comenzado ya su desplazamiento hacia nuevos enclaves operativos. Como en otras épocas abandonó Venecia por Londres, y Londres por Nueva York, ahora traslada su eje hacia China. Este movimiento no es meramente geográfico: es estructural. Persigue continuidad operativa allí donde los márgenes de rentabilidad coinciden con los umbrales de opacidad.
Este repliegue coincide con una reconfiguración de la economía global. El capitalismo industrial —productivista, contaminante, vinculado al trabajo físico— ha sido gradualmente deslegitimado. Su aparato fabril se vuelve sospechoso, y su huella ecológica lo condena al oprobio. En su lugar, se promueve una economía del conocimiento sin materia, basada en la red, en la reputación, en la inteligencia algorítmica. La Finintern no resiste este tránsito: lo impulsa. Su fuerza no reside en los objetos, sino en la posibilidad de abandonar uno para fundar otro. Muda de piel sin perder poder. Los que pierden son los estados que aún dependen de chimeneas, metalurgia o manufactura.
China aparece así como potencia terrestre en ascenso, pero con una asignatura pendiente: carece aún de una narrativa universal. Su modelo es eficaz, pero no deseable. Su oferta al mundo es orden, eficiencia, crecimiento… pero no significado. Sin una idea que logre resonancia más allá de sus fronteras, su hegemonía será meramente técnica. La guerra de Apolo —la guerra de los símbolos, del relato, del imaginario— sigue siendo su punto ciego.
En este contexto, Washington perfila un escenario donde aún podría reafirmar su hegemonía mediante una operación rápida, localizada y legítima: Taiwán. No se trata de la isla en sí, sino de su valor estratégico y simbólico. Taiwán permite una guerra que cumple todas las condiciones del Pentágono: sin fronteras terrestres con China, con tratados que legitiman la intervención estadounidense, con capacidad de ser presentada como defensa de la libertad frente a una agresión unilateral. Además, el tiempo apremia. A partir de 2030, la superioridad naval china podría hacer inviable cualquier victoria. Por tanto, se se perfila un momento propicio para alterar el equilibrio: una guerra fugaz, quirúrgica, narrativamente eficaz. Una victoria que fuerce el repliegue de capitales offshore, de empresas deslocalizadas, de industrias flotantes. Un gesto de fuerza que convierta el caos global en un tiempo girara sobre su propio pliegue. Pero sin garantía de éxito.
China, por su parte, necesita posponer ese enfrentamiento. Cada año de retraso refuerza su flota, mejora su disuasión, extiende su influencia. Pero necesita, sobre todo, construir un relato. Traducir su orden en deseo. Sin ello, seguirá siendo una potencia fuerte pero muda. Un coloso sin lengua.
Y es que el siglo XXI,no será sólo un cambio de actores. Será una mutación del significado. El relato fundacional de Occidente —libertad, derechos, democracia— ha entrado en crisis no por agotamiento interno, sino por sobreexposición. La transparencia, como advirtió Byung-Chul Han, ha sustituido a la verdad. El espectáculo ha suplantado al juicio. Y sin embargo, ese espectáculo aún seduce. Ninguna otra civilización ha logrado ofrecer un imaginario tan ampliamente compartido.
Lo que está en juego, entonces, no es sólo quién manda, sino cómo se imagina el mundo. Si China quiere realmente asumir la hegemonía, deberá vencer no sólo en los dominios de Ares y Atenea, sino también en el de Apolo. Sin victoria simbólica, toda conquista es provisional.
Catón decía que Cartago debía ser destruida, no por lo que hacía, sino por lo que significaba. La pregunta es: ¿quién es hoy Cartago? ¿Y quién Roma? Y, sobre todo, ¿queda en pie alguna ciudad que no haya sido ya colonizada por su sombra?…( continuará)
Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there