No hay mayor impostura que aquella que se repite sin saber por qué. Quien cree custodiar un legado y sólo transporta su carcasa, acaba por confundir el peso de la caja con el valor de su contenido.

🎧 Parergon auditivo:

Karaindrou: Eternity and a Day: IX. To a Dead Friend ·

Como quien escribe para que algo no se pierda del todo, pero sin esperanza de conservarlo.

Que la memoria, en tanto que función simbólica y no mera facultad de archivo, constituye un fenómeno de orden mucho más profundo que el acto individual de recordar, lo prueba —al margen de su recurrencia visible— no tanto por los efectos materiales de su operatividad (en formas tales como la narración o el ritual), como por la persistente necesidad, casi fisiológica, de dotar al presente de una densidad que no le pertenece. No hay presente —no lo hay, en sentido pleno— que no sea una forma larvada de lo ya dicho, de lo ya vivido o de lo ya fundado en alguna región inaccesible a la cronología. Así, memoria no es —o no es sólo— lo que permanece del pasado, sino aquello desde donde el presente se nos hace soportable: no porque nos consuele, sino porque lo sitúa.

Si la memoria opera como arquitectura de sentido y no como depósito, resulta inevitable que al proyectarse sobre lo colectivo adopte la forma institucional más reconocible de la tradición. No suscribo ninguna versión romántica o esencialista de la tradición entendida como raíz, suelo o identidad, pues basta abrir cualquier historia para advertir que no constituye una continuidad, sino una maquinaria de discontinuidades que, a fuerza de repetirse, acaban fingiendo un hilo. La tradición, lejos de presentarse como un conjunto de contenidos heredados, aparece más bien como el modo en que una sociedad selecciona, regula, interrumpe o reactiva determinados fragmentos del pasado bajo la apariencia de una necesidad presente. En definitiva, la tradición no es una herencia, es una operación.

Pero la tradición, para que no se reduzca a arqueología inmóvil o a invención sin peso, necesita una figura de paso: algo que haga circular el tiempo y permita que lo recibido se interprete. A esa figura, sin que el término resulte enteramente satisfactorio, puede llamársele herencia; pero no en sentido patrimonial —jurídico, económico o familiar—, sino en un sentido que podríamos llamar, si se permite la licencia, musical: la herencia como partitura que debe ser leída e interpretada, pero no calcada.

Esa figura, sin embargo, hoy se ve asediada no tanto por el olvido como por su sustitución escénica: el simulacro. Si algo distingue a nuestro tiempo no es la pérdida de las tradiciones —como suelen lamentar los reaccionarios de vocación nostálgica—, sino su neutralización. Vivimos rodeados de signos que fingen inscribirse en una tradición —recreaciones, días conmemorativos, reenactments, etiquetas identitarias, festivales—, pero cuya función simbólica ha sido vaciada. Lo que queda es su superficie: su performatividad. El rito ya no vincula con un origen, sino que produce una imagen. El símbolo ya no remite a un contenido inagotable, sino a una identidad en venta. Nada desaparece. Todo se reproduce como fantasma.

Este vaciamiento no se ha producido por desgaste natural ni por falta de voluntad de transmisión, como repiten los heraldos del declive. Ha sido inducido por un sistema que no soporta ningún espesor temporal capaz de impedirle reconvertir todo valor en flujo. La tradición, por su lógica de duración, por su insistencia en la demora, en el rito, en la repetición significativa, constituye un obstáculo para el régimen de lo instantáneo. Por eso no muere, se enmascara en un espejismo de continuidad que engaña a la memoria.

La simulación de la herencia no consiste en sucedáneos huecos, consiste en inducir la creencia de que nada queda por decir y de que todo puede reciclarse, celebrarse y gestionarse como patrimonio común. La memoria, convertida en mercancía narrativa, ya no organiza sentido, sino consumo. Cada conmemoración sustituye la experiencia viva del pasado por un paquete narrativo prefabricado. La historia deviene guion. La tradición, espectáculo. La herencia, logotipo.

Y es aquí donde todo depende de la forma. Lo que hace que algo se herede —es decir, que atraviese generaciones sin perder su capacidad de afectar— no es su contenido, sino su forma. La forma no como molde, sino como articulación del tiempo. Lo que se hereda, cuando se hereda de verdad, es una forma de estar en el mundo, una disposición, un ritmo. Un modo de mirar, de callar, de decir. Una sintaxis de la experiencia.

De ahí que toda política de la memoria, si quiere ser algo más que ornamento institucional, deba comenzar por una pregunta incómoda: ¿qué forma hace posible el recuerdo?, ¿qué ritmo impide que lo heredado se vuelva decorado?, ¿qué silencio sostiene todavía una comunidad?

Tal vez no sea prudente confiar demasiado en la forma. Su poder existe, aunque apenas se insinúa, y nunca se despliega como dominio propio. No elige ni dispone, más bien acontece, como si emergiera desde un descuido o desde un error que no responde a voluntad alguna. Tampoco se sabe con certeza si acontece para alguien o si simplemente se sostiene en su pura inmanencia. Hay momentos —no todos— en los que parece resistir, pero esa resistencia no proviene de un querer, sino del hecho de haber pasado inadvertida. Permanece entonces, operando en la penumbra, sin espectadores, sin orden que la cobije, sin palabra que la capture.

Tal vez lo verdaderamente heredado no sea lo que permanece, sino lo que insiste sin razón. Lo que no encaja. Lo que no acaba de caer. Y que eso baste, o no, ya no es cosa del texto. Ni de uno.

Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there