Tiré del hilo de las mentiras y todo se descubrió. No hubo resistencia: el telar institucional, las costuras de la historia oficial, los pliegues de la conciencia europea… todo se deshizo como si estuviera esperando esa mínima tracción. A veces, basta con mirar sin piedad donde todos han aprendido a mirar sin ver. Lo demás —como siempre— es silencio delegado, complicidad automatizada y una formidable maquinaria sin rostro que llama “proyecto” a lo que no es más que designio.

🎧 Parergon auditivo

Golden Slumbers · Brad Mehldau

Como quien despierta de un sueño ajeno

Negro. Así, sin más. Negro sin adjetivo, sin matiz ni gradación, negro como afirmación de un estado, como enunciado absoluto, como quien no describe un color sino invoca una condición. Y no porque el negro represente algo —la noche, la ceguera, la pena, la muerte—, sino porque el negro aquí es lo que queda cuando todo lo demás se ha retirado: la luz, la forma, el volumen, la dimensión. Es decir, cuando se ha cancelado la posibilidad misma de profundidad. Porque eso es lo que hay: superficie; y una superficie tan absolutamente plana, tan perfectamente lisa, tan herméticamente cerrada sobre sí misma, que ni siquiera admite la idea de un reverso, de un detrás, de un más allá. La tercera dimensión no existe. No hay fuga. No hay escapatoria. No hay, siquiera, distancia.

Y sin embargo —o más bien: precisamente por ello— esta superficie, que por su misma perfección plana habría debido ser inofensiva, resulta profundamente perturbadora. Agobiante, sí, como quien se encierra en una sala sin ventanas, sin puertas, sin hendiduras, sin nada que no sea la pura extensión continua de sí misma. Pero, sobre todo, lo que inquieta es lo que se adivina detrás de esa lisura sin fondo: no un infierno, no un misterio, sino un genio oscuro, de aquellos que no se manifiestan en la forma de una aparición, sino que operan en lo estructural, en lo operativo, en lo invisible. Un genio oscuro —digamos— de la administración y de la técnica, un espíritu de la gestión, del cálculo, de la planificación sin alma, sostenido no por la maldad, sino por algo infinitamente más eficaz: el consentimiento generalizado.

Porque lo que hay detrás de esa superficie negra no es un secreto, ni siquiera una mentira. Es algo peor: es la evidencia aceptada de que lo intolerable puede, con tal de que no moleste, ser incorporado al paisaje. Y así, como si se tratase de los elementos de una cartografía invisible, aparecen los nombres, los campos, los lugares. Kobe. Tinduf. Saklepeha. Bahai. Goz-Beida. Mugunga. Dadaab. Domeez. Za’atari. Azraq. Gaza. Moria. Calais. Cada uno de ellos un punto en el mapa de la infamia; cada uno una versión concreta, operativa, legalmente ambigua y administrativamente precisa de lo que no debería poder ser dicho sin que se detenga el mundo. Pero el mundo no se detiene. No se detiene porque —y esta es la clave de todo el asunto— no quiere ver.

Ahora bien, que no se quiera ver no significa, ni mucho menos, que se ignore. De hecho, lo que hace particularmente repugnante esta situación no es la ignorancia, sino la familiaridad. Porque sabemos. Sabemos que en Kobe, en 2011, murieron más de diez niños al día por causas perfectamente prevenibles. Sabemos que en Dadaab han nacido y crecido miles de personas sin haber conocido jamás otra cosa que una tienda de lona. Sabemos que Moria ardió porque estaba diseñado para arder. Sabemos que Calais es desmantelado cada noche con método y con saña. Sabemos —y esto ya lo sabían los romanos— que no hay mayor forma de violencia que la ejercida con apariencia de legalidad. Y, sin embargo, consentimos. Consentimos, entre otras cosas, porque nos han enseñado que todo esto ocurre fuera. Fuera de nuestras ciudades, fuera de nuestras competencias, fuera de nuestra culpa.

Pero ocurre que ese “fuera” es precisamente lo que no puede sostenerse. Porque estos campos —estos espacios de excepción donde el derecho se suspende y la vida se convierte en mera existencia gestionada— no son anomalías, no son errores, no son el precio colateral del progreso. Son el centro mismo del sistema. Son su condición de posibilidad, su reverso necesario, su secreto a voces. Y cuando digo “sistema” no me refiero al mercado, ni a la economía global, ni al capitalismo en abstracto. Me refiero a esa entidad administrativa, técnica, sin rostro ni biografía ni lengua materna, que responde al nombre de Europa.

Y aquí —es necesario decirlo sin ambages— conviene traer a la memoria lo que Philippe de Villiers expuso con precisión documental y coraje político en J’ai tiré sur le fil du mensonge et tout est venu: la pretendida construcción europea, celebrada como resultado de un proceso autónomo de integración entre naciones libres, fue en realidad concebida desde el exterior del continente bajo la influencia directa de intereses estratégicos estadounidenses. Esta afirmación no remite a una metáfora, sino a una secuencia probada de hechos. El diseño federal que hoy se impone en Europa responde a lógicas de contención geopolítica, más que a ideales ilustrados o a una voluntad genuina de cooperación entre pueblos. La integración supranacional no nace de una aspiración compartida, sino de una necesidad calculada de neutralización política a través de la transferencia de poder hacia organismos tecnocráticos sin legitimidad democrática.

La Europa de los campos —no hace falta simular sorpresa— no representa una desviación respecto al corpus legal que la articula. Es su consecuencia más afinada. Los campos no surgen como accidente ni como desviación de un ideal traicionado, sino como engranaje previsto en una maquinaria que privilegia la eficiencia sobre la dignidad. En ellos se verifica lo que los tratados codifican entre líneas: la capacidad de una estructura para operar sin responder, para clasificar sin acoger, para gestionar lo humano desde la asepsia de los procedimientos. Una Europa que ha desplazado el vínculo entre pueblos por el imperio de los indicadores, que escucha menos a sus ciudadanos que a sus balances, y que convierte la diferencia en una variable de control. En lugar de corregir sus márgenes, los blinda.

Pero ¿y si el verdadero problema no fuera el campo, sino el hecho de que hayamos aprendido a hablar de él sin escándalo? ¿Y si la más eficaz de las violencias no fuera la del palo, sino la del gráfico? ¿Y si el verdadero rostro de la Unión no estuviera en Bruselas, sino en la planicie perfecta y silenciosa de un centro de registro en Lesbos?

Frente a todo esto, hay quienes aún insisten en sobrevivir. Mujeres que cultivan cebollas en suelos impropios. Niños que fabrican juguetes con cables viejos. Discapacitados que llegan en carros tirados por burros y exigen un baño digno. No son héroes. No son símbolos. Son los que aún no han aceptado la bidimensionalidad del mundo. Los que, desde el margen, abren un resquicio. Pero ni siquiera eso basta.

Porque mientras Europa financie a Libia, a Marruecos, a Turquía, para que hagan el trabajo sucio; mientras externalice no solo sus fronteras, sino su conciencia; mientras celebre cumbres mientras cuerpos flotan a la deriva; mientras eso ocurra —y seguirá ocurriendo—, la mentira fundacional seguirá intacta. Y en tanto no se rompa esa mentira —en tanto no se diga con todas las letras que esta Europa es ilegítima porque es extranjeramente concebida—, todo lo demás será cosmética.

Y así volveremos al negro. Al negro sin matices, sin reverso, sin fuga. Un negro que no cubre nada, pero lo contiene todo: la desmemoria, la hipocresía, la obediencia, la comodidad. Un negro que no está en el campo, ni en el Cola Cao, ni en los Conguitos, sino en nosotros. En nuestra mirada. En nuestra disposición a seguir hablando de Europa. De un Europa que ya no es una promesa ni un proyecto: es el rapto consumado. El toro ha dejado de fingir, y la joven, ya sin nombre, firma decretos desde el lomo del criminal.

Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there