La democracia es ese raro arte de que manden siempre los mismos sin que nadie pueda decir que no ha elegido.

🎧Parergon auditivo

The Astounding Eyes Of Rita · Anouar Brahem

El oído de la democracia insurgente no es marcial, ni celebra himnos

No es ya que se haya vaciado la palabra democracia —tal cosa, a estas alturas, no sorprendería a nadie medianamente atento—, sino que ha sido sometida a una suerte de transustanciación semántica por la cual, sin dejar de nombrar lo que supuestamente nombra, ha pasado a designar su negación efectiva. O, por decirlo con menos aparato, que se la sigue pronunciando como si dijera algo, cuando lo único que ya significa es que no conviene dejar de pronunciarla. Así, lo que antaño podía aludir a una forma de vida, a una tentativa de igualdad vivida en común, ha devenido, a fuerza de repeticiones, la marca decorativa de un sistema cuya aspiración principal parece ser la de impedir cualquier forma de vida verdaderamente compartida.

Que la democracia haya sido reducida a procedimiento, a rito administrativo, a escena funcional de alternancia sin alternativa, es algo que se constata sin entusiasmo pero con cierta resignación resignada, como quien observa la caída lenta de una rama sin preguntarse ya por el árbol. Más grave —y más sintomático— es que se la haya convertido en un principio de legitimación retroactiva de la forma-Estado, como si este no fuera sino su coronación natural, su desenlace necesario y hasta su justificación providencial. Y es aquí donde conviene recordar que, si alguna vez la palabra democracia tuvo sentido propio, lo tuvo precisamente en tanto gesto que interrumpe la clausura del poder, no como fórmula de su estabilización.

Cuando Karl Marx, en 1843, hablaba de “la verdadera democracia”, no postulaba con ello un horizonte utópico ni un modelo de organización superior, sino algo más radical y acaso más sencillo: que el principio democrático consistía en impedir que el poder se volviera forma. La democracia, en su acepción más exigente, no es la institución del poder por el pueblo, ni siquiera su ejercicio en nombre del pueblo, sino la resistencia del pueblo a ser representado, absorbido o metabolizado por estructura alguna. La política, entonces, no como administración, sino como interrupción.

El Estado —y no cabe en esto ingenuidad alguna— no es simplemente un aparato técnico al servicio de un contenido variable. El Estado es una forma; más aún, una forma cuya tendencia estructural consiste en clausurar el conflicto, cristalizar la acción y fijar en norma lo que surgió como exceso. Por eso mismo, toda democracia que acepte como marco insuperable la forma-Estado ha renunciado, de entrada, a su posibilidad. Es esta la tesis —modesta en su formulación, pero de consecuencias devastadoras— que subyace en el gesto marxiano: la democracia o es antiestatal o no es.

A partir de aquí puede trazarse una secuencia conceptual no demasiado difícil de seguir, aunque sí algo laboriosa de sostener en sus implicaciones: hay un primer momento de reducción, en el que se impide que la acción política sea absorbida por la maquinaria estatal; le sigue un bloqueo, que no es parálisis sino suspensión crítica, y finalmente una extensión, que no consiste en expandir un programa, sino en irradiar una forma de estar en común que no se deja codificar. Reducción, bloqueo, extensión: no como fases sucesivas, sino como operaciones entrelazadas que impiden la clausura de lo político.

La democracia insurgente —si se me permite por un momento sostener la expresión sin exceso de pudor— no acontece en las instituciones, ni en los programas, ni en los foros donde los expertos deliberan en nombre del sentido común. Acontece, cuando acontece, en lo que podríamos llamar cesura: esa interrupción que no deriva en forma, ese desgarrón que no se cose, ese instante en que la acción del pueblo no se deja traducir en representación alguna. No es una zona ni un territorio, sino un modo de aparición: allí donde el demos actúa sin delegación.

Ahora bien, esta cesura no tiene lugar en el vacío, sino entre dos formas que pugnan por ocupar el todo. Por un lado, el Estado viejo, con sus rituales fatigados, sus inercias históricas y su miedo al desorden. Por otro, el Estado nuevo, que se proclama moderno, reformista, adaptado al cambio, pero cuyo horizonte último sigue siendo la integración. Entre ambos, la democracia insurgente se sostiene a duras penas, no como tercera vía ni como síntesis superadora, sino como intersticio sostenido, como negativa a coincidir con lo dado. Su tiempo no es el de la plenitud ni el de la promesa, sino el de la discordancia repetida: el desacuerdo como forma de estar.

A este respecto, cabría decir que lo más característico de la democracia verdadera no es su capacidad de instituir, sino su resistencia a ser instituida. Su fuerza no reside en su potencia normativa, sino en su obstinación informal. Por eso resulta agotadora: porque exige estar siempre en el umbral, rehuyendo tanto la clausura como la deriva. Es esta su nobleza y su dificultad.

Naturalmente, no faltan las tentativas de reconducción. Una de las más eficaces —y más insidiosas— es la que opera a través del lenguaje del derecho. Cuando la acción política se formula exclusivamente en términos de “derechos”, el conflicto se transforma en litigio, la lucha en petición y la disidencia en procedimiento. El Estado, entonces, lejos de ser desplazado, es convocado como garante, como árbitro o como dador. Y lo que nació como irrupción acaba engastado en el aparato que lo neutraliza.

Otro tanto ocurre con la apelación a la “sociedad civil”, ese eufemismo que permite a ciertos sectores imaginar que la política puede realizarse sin conflicto, por acumulación de competencias y buena voluntad. Bajo esta fórmula se esconde una concepción tecnocrática del mundo, donde el desacuerdo es una anomalía, la pluralidad un problema de coordinación y el poder una cuestión de gestión. El resultado no es otra cosa que una versión decorada del mando: el consenso como forma pulida de la obediencia.

Frente a todo ello, la democracia insurgente —y con esto concluyo— no ofrece garantías ni soluciones. No promete armonía, ni asegura estabilidad. Su única promesa, si alguna, es la de no ceder. No dejarse clausurar, no convertirse en forma, no devenir aparato. Y en este no —que no es negativo sino afirmativo, no es rechazo sino afirmación de lo abierto— se cifra quizá la única posibilidad de mantener viva la política.

La Democracia no es continuidad, ni validación de lo que ya se ha dado por concluido. Tampoco es institución fijada, ni marco normativo cerrado, ni forma exportable. Es corte, interrupción, fractura. Es el gesto que impide que la clausura se confunda con Destino. Una forma sin modelo, una promesa sin contorno, una exigencia que desborda toda definición.

Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there