Solamente aquel que construye el futuro tiene derecho a juzgar el pasado
Friedrich Nietzsche
Es probable que el pensamiento humano no haya producido jamás una idea recta. Todo lo que parece firme y vertical, si se examina con cuidado, revela una curvatura: el derecho, la razón, la historia, la espalda. Este monólogo no aspira a corregir nada. Se arrastra. Se encorva. Persiste.
Mi columna está torcida, no hay nada que discutir; mi columna está torcida y con ella todo lo que pienso, todo lo que siento, todo lo que alguna vez creí poder sostener con la cabeza erguida se ha torcido también, como si el pensamiento mismo no pudiera avanzar si no es a través de esa desviación, de esa curvatura que no se corrige, que no se endereza, que no se cura, sólo se arrastra, se convierte en forma, en forma de vida, en forma de pensamiento, en forma de ruina, porque eso soy, una ruina que piensa, una ruina que se cree superior al derrumbe porque aún se oye crujir, y ese crujido es mi lucidez, no otra cosa, mi lucidez no es más que eso, el ruido de lo que no se cae del todo pero tampoco se sostiene.
Y todo gira en torno a esta torsión, todo mi discurso, todo mi cuerpo, todo mi desprecio, porque desprecio cada una de las rectitudes fingidas de esta época, las espaldas rectas, los argumentos rectos, las trayectorias rectas, los progresos rectos, cuando la verdad, la única verdad, está en lo torcido, en lo que se resiste a la línea, en lo que ya no puede fingir simetría ni redención ni siquiera orden, porque el orden es otra mentira de los sanos, de los directivos, de los cultivadores de la línea recta, de los arquitectos del discurso limpio, del concepto sin imagen, cuando todo concepto sin imagen es un cadáver brillante, y yo no quiero pensar con cadáveres, yo pienso con vértebras.
Y en cada pensamiento mío hay una torsión, una resistencia interna, una fuerza que no me deja seguir adelante sin volverme hacia mí mismo, sin enroscarme en mis propias premisas, sin desconfiar de cada palabra que digo, porque sé que detrás de cada una de ellas hay una imagen que no controlo, una imagen que precede, que impone su forma, y esa imagen no es una imagen cualquiera, es una imagen absoluta, una figura ineludible, una metáfora originaria, como decía aquel filósofo, aunque no lo decía así, nunca lo dicen así, los filósofos, decía que no hay concepto que no tenga su raíz en una imagen, pero yo lo digo más claro, lo digo con la espalda, no con los libros, lo digo con el cuerpo, no con la teoría, lo digo torcido, no abstracto.
Así vivo, bajo el signo de esta columna que no sostiene pero tampoco se rinde, que no se endereza pero tampoco se parte, y a la que debo todo, absolutamente todo, incluso mi desprecio, incluso mi orgullo, incluso esta voz, esta voz que no dice nada pero insiste, que no propone nada pero resiste, que no convence a nadie ni lo pretende pero se niega a callar, porque callar sería darle la razón al mundo, y no pienso dársela, no mientras pueda arrastrarme de pensamiento en pensamiento como de vértebra en vértebra, como de ruina en ruina.
Y en ese arrastrarse hay ritmo, como en la música que escuché anoche, Bach, la Pasión según San Mateo, y sentí que esa música también estaba torcida, no curvada como consuelo, sino como necesidad, como si cada nota supiera que no puede decir lo que quiere decir sin romper el eje, sin torcer la línea, sin desviarse de la armonía, como si la armonía misma fuera lo exactamente torcido, y yo, en mi torcimiento, me sentí en casa, no en mi cuerpo, sino en esa forma que no se endereza pero permanece.
Pensar no es corregir, no es ordenar: es desviarse con precisión, fracasar con método, enroscarse con estilo, y quizá el pensamiento, el verdadero pensamiento, no sea otra cosa que la repetición obsesiva de una metáfora que no se puede abandonar, la columna torcida, siempre la columna torcida, que no es sólo mía, que es de todos, aunque no lo sepan, aunque se crean rectos, aunque se crean sanos, aunque se crean modernos.
Por eso los desprecio, porque no saben que están torcidos, porque fingen lo contrario, porque se revisten de conceptos para ocultar la podredumbre de sus imágenes, porque piensan con esqueletos, no con nervios, y yo al menos pienso con mi curvatura, no contra ella, pienso como se piensa en la penumbra, a tientas, sin claridad, pero fiel a esa sombra que me sigue, que me habita, que me moldea.
Y si no fuera por eso, no pensaría, no hablaría, no me arrastraría de página en página como lo hago, sin dirección, sin esperanza, sin lector siquiera, porque este monólogo no tiene lector, este monólogo es sólo para mí, para esa parte de mí que aún cree que torcerse es resistir, aunque no lo sea, aunque no sirva, aunque no conduzca a nada, aunque sólo sea el último movimiento de un cuerpo que se niega a caer con estilo.
Y al final todo se reduce a eso, a insistir, a repetir, a golpear las palabras hasta que ya no digan nada, hasta que se vuelvan vértebra, peso, silencio, porque pensar, sí, pensar, pensar ha sido siempre, en el fondo, la forma más elegante de no decir nada.
Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there