En la era del poder sin rostro, los tratados ya no se firman: se codifican en operaciones financieras. Esta entrada reconstruye una escena clave del presente —la venta parcial de Rosneft— no como episodio económico, sino como escritura invisible de una nueva soberanía que piensa sin decirse.

🎧 Parergon auditivo

The Lover Of Beirut · Anouar Brahem

Sentimientos sensibles, sensaciones afectivas

Entre los gestos discretos que han ido trazando el nuevo mapa del poder global, pocos tan elocuentes —y al mismo tiempo tan cuidadosamente desatendidos— como la venta, en diciembre de 2016, del 19,5 % del capital de Rosneft, la principal petrolera estatal rusa, a un consorcio formado por la multinacional suiza Glencore y el Fondo Soberano de Qatar. No fue, como entonces insinuaron algunos analistas aferrados aún a los marcos gastados de la globalización optimista, una simple operación comercial. Lo que se activó con aquel acuerdo fue otra lógica: la irrupción de una forma inédita de alianza, urdida en zonas grises donde convergen actores estatales y paraestatales, y donde las líneas entre lo público y lo privado, lo financiero y lo geopolítico, lo diplomático y lo clandestino, no se desdibujan por accidente, sino por diseño calculado.

No es el volumen de la transacción lo que reclama atención, ni tampoco su rentabilidad inmediata en términos económicos. Lo que importa es lo que ahí se ensayó: una nueva gramática de la soberanía, ajena tanto al viejo marco liberal como al orden westfaliano. En ese gesto se anuncia ya una estructura tripartita del poder: capital estratégico, control energético e inteligencia como forma operativa del saber. Lo que emerge no es una fusión improvisada, sino un nuevo régimen de dominio: disperso, opaco, eficaz.

La operación no tuvo lugar en el vacío. Llegó después de la anexión de Crimea, en plena campaña de sanciones contra Rusia, y cuando parecía que el cerco económico impulsado por Bruselas y Washington surtía efecto. La participación de Qatar, país que pocos meses después sería víctima de un bloqueo diplomático promovido por Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Egipto, revela la lógica real del movimiento: más que una inversión, fue una declaración de desalineamiento. Doha rompía, sin proclamarlo, su inserción tradicional en el eje atlántico para estrechar lazos con Moscú y anclar su estrategia energética a un socio con músculo militar, autonomía diplomática y capacidad de presión sobre el tablero sirio. Rusia, por su parte, abría una vía de oxigenación financiera fuera del circuito occidental, concediendo a cambio un lugar privilegiado en el aparato de su mayor empresa estatal. Glencore, como socio visible y sombra operativa, servía de interfaz entre ambos mundos: con sus raíces en las redes de Marc Rich, su historia de relaciones turbias con regímenes sancionados y su acceso privilegiado a circuitos logísticos y bancarios, representaba no tanto un socio industrial como una pieza clave en el tránsito de un orden hacia otro, el signo de una economía mundial ya escindida, no tanto por bloques ideológicos como por arquitecturas paralelas de influencia.

Desde el ángulo interno ruso, el acuerdo puso de manifiesto una tensión estructural entre dos almas del Estado: la tecnocrática, heredera del liberalismo económico de los años noventa, representada por figuras como Alexéi Kudrin o Elvira Nabiúllina, aún apegadas a los marcos institucionales occidentales, y la soberanista, encarnada en hombres como Ígor Sechin —presidente de Rosneft y miembro del círculo de confianza de Vladímir Putin—, más próxima a los silovikí y al modelo de un Estado centralizado que hace del control energético un instrumento geopolítico. El pulso entre ambas no es solo administrativo, sino ontológico: concierne a la definición misma del poder. La venta parcial de Rosneft fue el punto de equilibrio entre esos dos vectores: por un lado, ofrecía una imagen de apertura, una señal de que Rusia podía seguir jugando en las grandes ligas del capital internacional; por otro, introducía a sus nuevos socios dentro de una arquitectura paralela, a salvo del dictado de los reguladores occidentales, y en buena medida inscrita en un circuito informal de alianzas.

El rasgo más revelador de la operación no reside en sus cifras, sino en su prosopografía: en los actores que moviliza, en las trayectorias que entrelaza, en las formas de saber que pone en contacto. Glencore, Qatar Investment Authority, Sechin, Putin y, en un plano más difuso, las redes asociadas al capital especulativo internacional y a las nuevas agencias de inteligencia privadas, forman un tejido de intereses que no responde al mapa político tradicional, pero que, sin embargo, condiciona los márgenes de maniobra de los Estados. No es un simple caso de «poder blando» ni una expresión sofisticada de diplomacia económica. Es, más bien, una actualización brutal del realismo político bajo las condiciones del capitalismo posmoderno. Las alianzas ya no se sellan entre Estados, sino entre dispositivos que comparten infraestructura, datos, recursos y acceso a canales de decisión. En esa lógica, el capital deja de ser un medio para convertirse en forma de poder en sí misma, capaz de provocar eventos políticos sin necesidad de ejército ni legitimidad.

En este marco, el papel de Estados Unidos aparece como el del imperio que intuye su propio agotamiento. El texto filtrado entre los márgenes del acuerdo Rosneft‑Qatar resuena con el rumor de un conflicto interno en la cúpula estadounidense: figuras como Mike Pompeo, exdirector de la CIA, aparecen alineadas con una visión tecnocrática, continuadora de las estructuras de vigilancia y control diseñadas desde la Guerra Fría, mientras que otras como Rudy Giuliani —entonces abogado personal de Donald Trump— representaban la irrupción de una estrategia alternativa, más próxima al desmantelamiento del aparato institucional heredado y a la consolidación de redes informales de poder al margen del consenso liberal. Bajo esta lectura, el segundo mandato de Trump no habría sido, como algunos pensaban, un episodio errático, sino un ensayo de reorganización profunda del Estado profundo norteamericano, con sus consecuencias en cadena sobre el equilibrio internacional.

La gran enseñanza del episodio Rosneft no consiste en confirmar la destreza rusa en el ajedrez diplomático. Lo decisivo es otra cosa: la evidencia de que los grandes movimientos contemporáneos ya no transcurren en el interior de la ley ni dentro del perímetro que antaño definía la política exterior. Hoy se desarrollan en una zona de ambigüedad operativa donde confluyen inteligencia económica, arquitectura financiera, diplomacia encubierta y estrategia energética. Ese territorio no responde a una lógica conspirativa: encarna una forma de orden deliberadamente anónimo, exento de relato, refractario a la transparencia.

Allí es donde debemos actuar criticamente. No con el impulso de quien denuncia ni con el gesto melancólico de quien añora un mundo clausurado, sino con la lucidez de quien comprende que el lenguaje disponible ya no alcanza. El desplazamiento del escenario político exige no tanto volver atrás como aprender a ver con otros ojos, a pensar con otras categorías, a hablar desde otro lugar.

Ortega escribió que el hombre es él y su circunstancia; tal vez hoy debamos completar la frase: el poder es aquello que logra volverse invisible incluso dentro de su circunstancia. Hay momentos, sin embargo, en los que ciertos pactos revelan —sin declararlo— la forma latente del mundo que se aproxima. El acuerdo de Rosneft fue uno de esos momentos. No lo supimos leer entonces. No queremos admitirlo ahora. Pero sus consecuencias ya están trabajando dentro de nosotros…( Continuará )

Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there