En tiempos en que los acuerdos se celebran como logros diplomáticos pero se fraguan en la penumbra de los fondos reservados, resulta imprescindible devolver a la escritura su capacidad de alumbrar lo que no quiere ser dicho. Esta entrada no interpreta un acontecimiento geopolítico, sino que lo interroga desde su arquitectura invisible: no busca teorizar la sospecha, sino entender cómo se administra hoy el mundo cuando el poder se disfraza de paz y la guerra se oculta tras el barniz del entendimiento.

Hay momentos en los que la historia se desliza como un reptil bajo la alfombra de los titulares, y no por ello deja de arrastrar consigo el peso de su cuerpo real. El acuerdo de normalización diplomática entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos ( suscrito hace algunos años ) — y presentado con fanfarria como epítome de la paz y la reconciliación regional— no constituyó, en su entraña, una culminación política, sino una operación de reordenamiento estructural del poder global, cuyos verdaderos vectores no son los Estados, ni las voluntades populares, sino una red disgregada pero perfectamente funcional de intereses financieros, dispositivos de inteligencia y pulsiones teológico-políticas que convergen, a su modo, en una metafísica de la dominación.

Lo que aquí pretendo, es exponer con la frialdad del diagnóstico y la fiebre del presentimiento, la lógica que habita en esta arquitectura de lo oculto, y hacerlo desde una atalaya interpretativa que conjuga el rigor del análisis con la intuición histórica. Porque lo que se perfila ante nosotros no es una anécdota diplomática, sino una forma renovada —y más peligrosa— del contubernio global.

Para Ortega, toda vida es coexistencia con un mundo, y todo mundo, una construcción que articula formas visibles e invisibles de realidad. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando el mundo que se habita —el que se nos da como presencia histórica— ha sido cuidadosamente fabricado desde fuera de nuestra órbita, desde un poder cuya lógica no es representativa, sino estratégica? La respuesta es simple y terrible: lo que ocurre es que ya no vivimos en un mundo, sino en su simulacro; no en una realidad compartida, sino en una arquitectura de superficie construida para ser creída pero no comprendida.

El Grupo Habboush, con sus conexiones directas a fondos soberanos, bufetes como Kirkland & Ellis, y consorcios tan aparentemente dispares como el Carlyle Group o el desaparecido BCCI, no son mas que una de las múltiples máscaras de esa ingeniería del mundo que opera por debajo de la política. Se trata de entidades que no responden ante ninguna comunidad histórica, ni emanan de ninguna voluntad nacional concreta sino que se constituyen como mecanismos extraterritoriales de administración de la excepción: entidades que movilizan capitales, redes religiosas, servicios de inteligencia, infraestructuras militares y narrativas mesiánicas con una finalidad que escapa a la lógica del interés nacional y entra de lleno en lo que Ortega llamaría una dirección oculta del acontecer.

Ahora bien, si aceptamos que la historia es drama, y que el drama consiste precisamente en el juego entre destino y libertad, entre necesidad y elección, debemos preguntarnos: ¿qué libertad queda cuando los resortes del mundo han sido ya ensamblados por otros? ¿Qué elección puede formular el ciudadano cuando las instituciones que median su experiencia se hallan intervenidas, no ya por ideologías, sino por algoritmos financieros y pactos de sombra?

Ortega advirtió tempranamente el peligro de la barbarie del especialismo: aquel momento en que los técnicos del poder, los administradores de sistemas complejos, los financieros globales, pierden toda relación con el horizonte vital de la comunidad. Aquí no hay república, porque no hay res publica, sino una res oculta, capturada por una élite que ya no necesita presentarse a elecciones ni comparecer ante parlamentos. Es en este sentido que debe interpretarse la convergencia —tan poco natural como sintomática— entre el sionismo político, el wahabismo financiero y el evangelismo fundamentalista: una alianza imposible en términos religiosos, pero eficaz en términos estratégicos, cuyo único telos es la consolidación de un poder capaz de sobrevivirse a sí mismo mediante la guerra.

El acuerdo Israel–EAU no fue, por tanto, un pacto de paz, sino una forma superior de legalización del crimen geopolítico. Dubái —como antes Hong Kong, como antes Ginebra— no es un lugar, sino un símbolo: el símbolo de que el dinero puede lavar cualquier pecado si se halla en el sitio adecuado, y de que la historia puede ser reescrita desde las bóvedas de un banco. Si el siglo XIX fue el teatro de los imperios, y el XX el de las ideologías, el XXI se perfila como el escenario del poder sin rostro: aquel que no necesita justificar sus actos porque ha logrado ocultar su existencia. Un poder que no miente, porque ha hecho que la verdad misma sea ininteligible.

Ortega insistía en que toda política verdadera comienza por un diagnóstico adecuado de la circunstancia. Hoy nuestra circunstancia es esta: vivimos bajo el signo de un poder que no representa, sino que administra; que no persuade, sino que opera. Frente a él, la tarea del pensamiento no puede limitarse a la denuncia, ni a la exposición de datos encadenados, sino que debe aspirar a construir un nuevo imaginario crítico, capaz de oponer al imperio de la opacidad una arquitectura distinta: no una arquitectura de la sospecha, sino de la comprensión lúcida.

Porque si el mundo ha sido colonizado por los gestores del secreto, la única forma de resistencia es devolverle a la razón su capacidad de figurar lo invisible, su poder de trazar líneas de sentido en medio del caos programado. Solo así la historia volverá a ser lo que nunca debió dejar de ser: un proyecto común entre hombres libres, no una estrategia de demolición encubierta por la semántica de la paz…( Continuará )

La Scala, Part 1 (Live) · Keith Jarrett

Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there