La historia es siempre el resultado de dos fuerzas: lo que el hombre quiere hacer y lo que, a pesar suyo, le sucede.
En tiempos donde la confusión es tratada como virtud y el caos se convierte en doctrina de gobierno, propongo una lectura filosófico-política de la geopolítica contemporánea como estrategia de disgregación calculada. Con el pulso conceptual de Ortega y Gasset como guía, planteo una hipótesis inquietante: el desorden actual no es síntoma de debilidad, sino nueva forma de dominio.
Las épocas de aparente disolución no son, como suele creerse, lapsos de impotencia política, sino laboratorios de una voluntad que opera por medios oblicuos. Se ha dicho, con razón, que toda época decadente alberga en su seno el germen de una forma futura. Pero hay casos, y el nuestro lo es, en los que la decadencia no es el síntoma de un colapso natural sino el resultado de una planificación. Una forma de gobierno nueva que para consolidarse exige la simulación del caos como máscara de su eficacia.
Lo advertimos ya sin velos en los Estados Unidos: la deslegitimación de sus símbolos fundacionales, el vaciado moral de su historia, la pedagogía de la culpa como nuevo catecismo escolar. No se trata aquí de un ajuste crítico —necesario y saludable en toda cultura viva— sino de una deconstrucción programática orquestada desde los propios aparatos ideológicos del sistema. Universidades, medios, fundaciones: toda una maquinaria dirigida no a reformar, sino a sustituir la conciencia histórica por una conmovedora banalidad fragmentaria de agravios. Y este patético enternecimiento lejos de redimir se limita a administrar.
El resultado no es un cuerpo social más justo, sino más vulnerable. Porque allí donde la historia ha sido sustituida por una colección de relatos incompatibles, el individuo se convierte en rehén de sus identificaciones momentáneas. Sin memoria común, no hay interlocución posible. Y sin interlocución, sólo queda la administración del desencuentro. La democracia pierde su alma deliberativa y se convierte en un procedimiento logístico, una ingeniería de equilibrios afectivos. La política, despojada de su pathos fundacional, cede el paso a la gobernanza, ese nuevo arte de gestionar sin decidir.
Estados Unidos no es víctima de esta transformación, es su artífice. No se está desmoronando, sino actualizándose. Como ocurrió con la URSS en los estertores de su sistema, lo que vemos no es una caída, sino una reconfiguración del dominio. Allí donde la potencia soviética colapsó al no poder sostener sus contradicciones internas, el poder norteamericano ha aprendido a convertirlas en recurso. La fractura no es una amenaza: es un método. La entropía se administra, y en esa administración se preserva el centro. El Estado ya no ordena: arbitra. Y en ese arbitraje, bajo la apariencia de neutralidad, se ejecuta un proyecto de subordinación renovada.
Mientras tanto, en las orillas periféricas del tablero, otros actores ensayan sus propias gramáticas de poder. Turquía —esa forma anfibia entre el legado otomano y la ambición neo-imperial— trata de conjugar teología y estrategia. Erdogan no es un autócrata improvisado, es un lector paciente de la historia. Su proyecto no se dirige tanto a la consolidación de una república islamizada como a la recuperación simbólica del espacio civilizatorio que representó el Imperio Otomano. Pero si algo le falta a ese intento es universalidad. Turquía propone, pero no seduce. Recupera símbolos, pero no los trasciende. Su imaginario se queda atrapado entre la nostalgia y la táctica.
Rusia, por su parte, asiste al duelo de relatos sin relato propio. Ha ganado guerras, pero no ha ofrecido todavía una visión del mundo que exceda su perímetro defensivo. Carece de una gramática simbólica con la que hablar a las naciones sin necesidad de ejercer presión directa. El gesto ortodoxo, la recuperación territorial, la reivindicación de la memoria imperial: todo eso configura un gesto, pero no una idea. Y sin idea, la victoria se convierte en encierro. No basta con resistir. El mundo, hoy, pertenece a quienes son capaces de narrarlo.
Esa es, quizá, la clave de nuestro tiempo: asistimos a una guerra de legitimidades sin legitimadores creíbles. Ya no se trata de imponer una doctrina, sino de capturar la imaginación. En ese sentido, la lucha no se libra en los frentes clásicos, sino en los intersticios simbólicos. Crimea, Santa Sophia, Jerusalén: cada uno de estos lugares condensa más que un interés territorial. Son nodos de significado en disputa. El que logre dotarlos de sentido operativo, vencerá sin necesidad de disparar.
Y en este marco, el pensamiento no puede permanecer en la orilla. Como bien decía Ortega, pensar es salvar. Pero no se salva desde la neutralidad: se salva desde la forma. La filosofía no debe limitarse a denunciar, sino a reconstruir posibilidades. Y para ello, es indispensable escribir bien. No como adorno retórico, sino como forma visible de un pensar riguroso. Porque escribir con estilo —es decir, con exactitud, con música interior, con inteligencia morfológica— es ya una forma de resistencia frente al imperio de lo informe.
Lo que el presente exige, en suma, no es tanto un nuevo programa político, como una renovación del aliento civilizatorio. Un pensamiento que no se limite a criticar lo que se desmorona, sino que se atreva a proponer desde las ruinas. Porque las ruinas no son el fin: son el material desde el cual puede erigirse otra arquitectura. Si aún creemos que la historia puede ser algo más que un cúmulo de coyunturas, urge pensar desde esa posibilidad. Pensar como quien construye. Escribir como quien funda. (Continuará )…
Paris / London (Testament) Pt. VII – Salle Pleyel, Paris (Live) · Keith Jarrett
Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there