La historia no cuenta lo que ocurrió. Cuenta lo que resiste al olvido
Pascal Quignard
No es que uno, tan dado —por edad, por costumbre o por tara— a sospechar del fulgor repentino y de los entusiasmos fáciles, se haya puesto ahora a escribir loas al arte del asombro, así en bruto, como si bastara con quedar deslumbrado para considerar una obra digna de aplauso. Pero hay ocasiones —raras, rarísimas, y por lo tanto preciosas como las manchas de óxido sobre el blanco de un mármol aún tibio— en que lo desmesurado no nace de un exceso sino de una fidelidad: fidelidad no a la verosimilitud ni al decoro, tampoco al relato ni a la historia (esa historia como secuencia de nombres y fechas que pasan por realidades), sino a un impulso más oscuro y menos domesticado, el impulso que convierte la forma en presentimiento y la materia en inquietud.
La “Tormenta de nieve con Aníbal y su ejército cruzando los Alpes” de Turner —ese Turner que ya había comprendido que la luz no es un fenómeno sino un carácter y que las nubes no son accidentes sino convulsiones— no representa una escena, ni siquiera una metáfora, sino una derrota vertical del orden de las cosas. No es la historia la que interesa, ni el personaje, ni el momento. Lo que importa aquí es el vendaval como fuerza inaugural, el espacio sin morada, la caída como única certeza posible. Quien busque a Aníbal —ese general cartesiano al que los libros de texto han convertido en estratega— no lo hallará; no con nitidez, no con el aplomo de los héroes. Apenas una mancha, una insinuación de lanza, un cuerpo que se disuelve en la nieve como se disuelve toda voluntad en el curso superior del tiempo.
Y sin embargo, hay más verdad histórica en esta obra que en todos los relieves romanos juntos, pues ¿qué fue el paso de los Alpes sino una obstinación contra el mundo? ¿Y qué es esta pintura sino la forma misma de la obstinación? La borrasca no sólo envuelve al ejército cartaginés: lo tritura, lo dispersa, lo absorbe como si jamás hubiese existido. El gesto de Turner —tan ajeno a la ampulosidad como a la mansedumbre— no busca gloriar el pasado ni exhibir técnica: lo que hace es traer al presente una forma de lo imposible. Porque, digámoslo sin miedo, esta pintura no representa: precipita. Y lo que precipita no es un ejército ni una tormenta, sino una forma de mirar que ya no se contenta con ver.
Pero ¿qué mirar, si todo en la tela es remolino y borrón? ¿Qué sostener, si los perfiles se quiebran y la escena se despeña sobre sí misma como si el lienzo no pudiera contener la furia que desata? Precisamente eso: Turner ha comprendido que el ojo no quiere tanto ver como ser llevado, ser arrastrado por el vértigo de lo que no tiene centro. El pintor no organiza el caos: lo administra, lo sirve, lo ofrenda. Y ahí está el prodigio que no es técnico ni conceptual sino moral en el sentido más severo del término: la decisión de no sujetar, de no ordenar, de no convertir el mundo en una escena inteligible.
En ese sentido, Tormenta de nieve es una pintura trágica. No por lo que narra, sino por cómo se niega a convertir el sufrimiento en espectáculo. No hay aquí catarsis, ni consuelo, ni mensaje. Hay niebla, torbellino, amenaza. Y sin embargo, también hay belleza. Una belleza que no consuela, pero tampoco abdica. Una belleza que no se ofrece, pero comparece. Una belleza, en fin, que no dice: “así fue”, sino “esto aún arde”.
Porque si algo nos deja esta tela —aparte del escalofrío— es la sospecha de que lo sublime, cuando es verdadero, no se produce: irrumpe. Y cuando irrumpe, no es para glorificar nada, ni a nadie, sino para recordarnos que hubo un instante en que el arte no servía para ilustrar, ni para edificar, ni para entretener, sino para interrumpir. Y acaso eso sea lo único que todavía puede hacer.
Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there