“Hay silencios que no se deben a la ausencia de palabras, sino al exceso de realidad.”
—Anónimo castellano, siglo XVI
En una época en que la novela española oscila entre la autosatisfacción narcisista de la autoficción mercantil y la seguridad emocional del realismo planchado, atrapada en una suerte de pacto tácito con el lector para no incomodar ni extraviar, aparece —como quien no espera ni pretende nada— un libro que no se propone contar una historia, ni construir una intriga, ni reproducir un mundo, sino levantar un espacio. No un escenario, sino un ámbito de conciencia, una forma de respiración. Liturgia de los días, de José Antonio Martínez Climent, no es novela ni poemario disfrazado de prosa ni ensayo con veleidades líricas, es ante todo un libro sin concesiones, un oratorio laico de intensidades.
El lector que se acerque con la expectativa de encontrar coordenadas reconocibles —trama, progresión, desenlace— quedará desorientado. No hay aquí desarrollo narrativo, ni personaje alguno en tránsito, ni biografía en curso. Lo que hay —y basta— es una arquitectura fragmentaria que no avanza y que se repliega sobre sí misma. Los fragmentos no progresan, se insisten. No se concatenan para espesarse. Cada uno funciona como una celda de recogimiento, como una estación interior que interroga más de lo que responde. El tiempo, lejos de fluir, se densifica. Y en esa suspensión, en esa repetición con diferencia, se cifra una verdad que no puede afirmarse, sólo cercarse por aproximaciones sucesivas.
En este contexto, el estilo no es un adorno ni una marca autoral sino el único argumento posible. Una prosa sobria pero no seca, contenida pero no esquiva. Sin alarde, sin pereza, la frase cae con el peso exacto de una piedra bien tallada. Cada palabra ocupa un lugar ganado no por acumulación, sino por precisión. No hay aquí voluntad minimalista ni gesticulación estética: lo que hay es conciencia, concentración, una ética del lenguaje como materia. Se advierte en la respiración de la frase un linaje que remite —sin emulación— a los místicos castellanos: no por lo que se dice, sino por el modo en que se apura el decir hasta el umbral del silencio.
Esa intensidad formal se condensa de modo ejemplar en fragmentos como este:
“Las últimas sombras del día se derraman sobre los muros que miran al norte. Desde la ventana, alguien recuerda el tacto de una voz que no llegó a pronunciarse. La tierra, húmeda, todavía respira bajo la primera escarcha. Un perro ladra en el fondo de la aldea. El aire no se mueve, pero algo cambia. El silencio ya no es el mismo. Es más denso. Casi un cuerpo. Una mujer aparta el visillo con dedos secos y vuelve a sentarse sin decir palabra. Nadie espera. Nadie llega. Pero en el plato aún queda pan.”
Pero esta es una mística sin dios. Una espiritualidad sin promesa. Un trabajo de ascética sin trascendencia. La tensión no remite a lo alto, sino a lo hondo. Nada ocurre, todo tiembla. No hay escenas sino estados verbales. No hay clímax sino densidad. La sintaxis sostiene el espacio. El lenguaje escava. Como si la lengua, al dejar de servir para representar, comenzara a permitir ver. No el mundo, sino su disolución. No la imagen, sino la latencia. No el suceso, sino el peso.
El aire y el silencio son los verdaderos protagonistas del libro. Lo que no se dice, lo que no se ve, es lo que constituye. El pan que queda en el plato no sugiere espera, sugiere deserción. Pero en esa ausencia —en esa retirada— habita una forma más densa de presencia. Frente a la narrativa que subraya, que seduce, que interrumpe con efectos de estilo, Liturgia de los días impone una ética de la contención. Ni reduce, ni depura, ni simplifica, ni acelera. Refina, demora. Cada fragmento es una forma del cuidado, una cámara verbal que protege la intensidad de lo ínfimo.
Por eso no es un libro fácil. No porque sea oscuro, ni hermético, ni alambicado, sino porque exige una lectura desacostumbrada, una atención sin recompensa inmediata. Requiere el mismo temple que la música de cámara: una entrega sin certidumbre. En tiempos donde la literatura parece haberse desplazado hacia el relato de experiencias o hacia la ingeniería de tramas, este libro se ofrece como un gesto de resistencia: sin mensaje, sin mercado, sin redención. Martínez Climent escribe como quien cuida una brasa en mitad del descampado. Sin esperanza, pero con una fidelidad inquebrantable al silencio que queda cuando ya no queda nada. Y acaso eso sea lo único que todavía merezca el nombre de literatura.
Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there