Caer desde lo alto con una sonrisa torcida

“I’ll never / Be such a gosling to obey instinct, but stand / As if a man were author of himself / And knew no other kin.”

Shakespeare, Coriolanus (Act V, Scene III )

Hay escritores que buscan su tono como quien escarba en una playa desierta esperando encontrar una moneda romana tanteando en la arena, dudando entre lo que brilla y lo que pesa. Y luego está Bruce Jay Friedman. En Towns, su novela más devastadoramente elegante, la escritura se revela como un metal ya templado, silencioso, intacto, esperando bajo el lenguaje común con una seguridad que no necesita pulirse.

Harry Towns es guionista, padre intermitente, tipo encantador y perfectamente consciente de que su vida se deshace entre los dedos como una masa mal amasada. Pero no hay tragedia ni redención: hay una caída estilizada, una lucidez templada por la costumbre de fallar, y una sonrisa torcida que no pide nada.

Vive en el piso treinta de un edificio alto, pero los coches se oyen como si circularan dentro de su boca. Esa imagen, que parece incidental, resume la imposibilidad de aislarse del ruido del mundo. En lugar de cerrar la ventana o apagar las noticias, Towns hace lo que sabe hacer: proyectarse en otro. En este caso, en un político llamado Eagleton. Y en esa asociación imaginaria —Eagleton, América, el nombre que suena a país, la familia intacta— se cuela toda la nostalgia por lo que uno pudo haber sido y no fue.

“Towns se identificaba con aquel tipo nuevo y sensacional que había salido de la nada e iba a intentar ser vicepresidente de los Estados Unidos. A Towns le encantaba la gente que salía de la nada. En el único discurso que había dado, le dijo a un grupo de alumnos de instituto que lo mejor de América era que constantemente salía gente de la nada. El país tenía un suministro interminable. Venían galopando de la nada justo cuando los necesitabas. Seguramente aquello pasaba en Finlandia también, pero Harry Towns no lo dijo en su discurso.”

Ese párrafo lo dice todo. Sin necesidad de adjetivar, sin ninguna pretensión, Friedman deja al personaje hundirse en la propia retórica que le mantiene a flote. Lo que parece una exaltación del sueño americano es, en realidad, un espejo de su desgaste. La figura que emerge de la nada es también él mismo, pero ya sin impulso, sin épica, sin público.

Lo extraordinario de Friedman es su estilo sin alarde. Frases breves, moduladas. Ironía sin crueldad. Melancolía sin lamento. El humor es una forma de compasión fría; el ritmo, el de alguien que ha aprendido a escuchar cómo se desmoronan las cosas. No hay épica, no hay juicio, no hay consuelo. Hay una forma exacta de mirar, y de contar el modo en que un hombre civilizado va cediendo ante su propio desgaste.

La prosa fluye con precisión invisible. Cortes sutiles, silencios entre líneas, frases que parecen distraídas pero que llevan años fermentando en la conciencia. Friedman escribe desde la zona donde la inteligencia ya no necesita exhibirse y el fracaso deja de ser derrota para convertirse en pertenencia.

Harry Towns no es Patrick Bateman —ni lo pretende—. Su estatura es otra: la del antihéroe que no necesita desafiar al mundo, porque lo ha aceptado en su absurdo profundo. Se parece más a los personajes de Philiph Roth, pero sin su rabia; o a Don Draper, pero sin su mito. Es, quizá, el americano lúcido que ha dejado de buscarse, y ahora sólo escucha cómo resuena su propio eco en el fondo del vaso.

Por eso, la novela de Bruce jay Friedman no envejece. Porque mientras haya alguien que haya querido vivir con estilo y haya fracasado con elegancia, Towns seguirá allí: sentado en su sofá, con un vaso de algo fuerte, una mujer a medio olvidar, y una frase perfecta que no necesita decirse en voz alta.


Epílogo: Lo que Towns no podía decir en voz alta

Y aun así, incluso la autocompasión tiene sus límites. Llega un momento en que la comparación ya no funciona como consuelo, sino como sentencia. Eagleton, con sus hijos, su sofá sin coca, su terapia de electro shock y su carrera intacta, deja de ser reflejo para convertirse en acusación silenciosa. Y Towns lo sabe. Lo piensa mientras bebe leche como un náufrago, mientras repasa el cuerpo tatuado de una prostituta sin precio fijo, mientras escucha el eco lejano de una familia que ya no es la suya.

“A Tom Eagleton no le iba la coca. Estaba seguro de que no se metía cinco gramos a la semana… Dinero que debería haber dado a su mujer para que comprase un sofá… Al menos Eagleton había aguantado allí… No estaba tumbado en una cama extragrande recomendada en la revista Playboy, observando los espasmos musculares de su pecho… Harry Towns conocía a aquella prostituta… una cola que daba la vuelta a la manzana con mujeres a las que no había disfrutado con él… No perdía días enteros dando sorbitos a cartones de leche, temblando… el punto álgido de su día: un puto rollito de primavera… En otras circunstancias, Towns se habría permitido una risita burlona. Pero no estaba en condiciones de soltar ninguna risita burlona…”

Así se escribe el cierre de una conciencia moderna. Sin redención. Sin piedad. Pero con un raro tipo de amor: el de quien se atreve a mirar lo que queda después de la fachada. Por eso Towns no es una novela sobre el fracaso. Es una novela sobre el momento en que ya no puedes mentirte ni siquiera para sobrevivir. Y si uno tiene suerte, puede escribirlo así de bien antes de caer del todo.

ramonacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there