“La duración no se añade al instante: es el instante mismo percibido desde dentro.”
Henri Bergson
cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí
Augusto Monterroso
Lo inadvertido tiene en la vida de quienes leemos novelas ( cuando las novelas son un campo de fuerza), una manera de irrumpir que no guarda relación con la sorpresa ni con el giro argumental —ni siquiera con la revelación— sino más bien con la sensación, prolongada y minuciosa, de que algo que debía suceder tarde o temprano ha terminado por suceder en un tiempo que no es el nuestro, o que lo era antes de que abriéramos el libro.
Esa es, acaso, la naturaleza de las protagonistas de las que me quiero brevemente ocupar : la señorita Marple en la novela de Agatha Christie El tren de las 4:50 y Oedipa Maas en La subasta del lote 49 de Thomas Pynchon. Ambas, desde lugares muy distintos, enfrentan el desgarro de un tiempo continuo, de una sucesión de días que de pronto se curva, como si un pliegue —uno solo, microscópico— bastara para que la secuencia habitual de los hechos se volviese ilegible.
Miss Marple no ejerce como detective profesional. Vive en el pueblo, cultiva rosas, participa de los asuntos parroquiales, y lleva en la memoria, como un herbario cerrado, la colección de vidas ajenas que ha sabido observar durante décadas. Oedipa Maas tampoco es detective: es una mujer joven, casada con un locutor de radio ( que antes trabajó en una farmacia, pero que cuya voz a terminado por volverse más importante que él mismo), que al principio solo desea cumplir con un encargo legal relacionado con la herencia de un ex amante. Ambas se encuentran, sin desearlo, con una interrupción: en un caso, una mujer testigo de un asesinato a través de la ventana de un tren; en el otro, un complejo sistema de signos que remite a una conspiración que acaso no exista. Lo relevante no es lo que descubren —ni siquiera si descubren algo— sino la transformación del tiempo que opera en ellas al ser arrastradas por una línea que no lleva a la solución, sino a la disolución de lo real tal como lo conocían.
La ruptura —esto conviene subrayarlo— no es exterior. Es decir: no se produce en el mundo, sino en la experiencia temporal de las protagonistas. Y, por eso mismo, la novela no consiste en lo que ocurre, sino en la forma en que eso que ocurre reconfigura lo que parecía estable. El tren que parte a las 4:50 no es solo el vehículo de un crimen, es el desfase entre lo que se vio y lo que puede probarse; la carta que nombra a Oedipa albacea de un testamento no es solo el motor del relato, sino la llave que abre un territorio en el que la información ya no puede distinguirse de la ficción.
Henri Bergson llamó a ese tiempo soterrado durée, no como concepto sino como vivencia: tiempo sin bordes, tiempo sin calendario, tiempo que se estira o se contrae según la intensidad de lo vivido. La novela, cuando no se somete a la lógica del argumento , se convierte en su espacio natural. Miss Marple, entre el silencio y la rutina, detecta fisuras donde otros ven suelo firme. Oedipa, entre moteles y conferencias, advierte que la realidad no se sostiene sino a fuerza de simulacros.
Y entonces algo se invierte: el lector, que esperaba resolución, se ve desplazado. Lo que permanece ya no es el enigma, sino la duración. Una duración hecha de intuiciones, de ritmos rotos, de repeticiones sospechosas. Lo que parecía camino se vuelve espiral. Lo que parecía cierre se vuelve tránsito.
En ambos casos, hay un momento que bien puede considerarse bisagra: el instante en que el lector —más allá del interés por resolver un enigma— siente que el tiempo de la narración se superpone al suyo, que los días de la protagonista (la costumbre de sus gestos, la voz que las acompaña en sus desplazamientos) se integran de manera imperceptible en la propia vida. Ese cruce, que no figura explícitamente en ninguna línea, es tal vez la verdadera consecuencia de leer novelas como estas: el que una anciana que clasifica a los hombres como a los tipos de rosal, o una mujer joven que recorre California siguiendo símbolos que nadie más reconoce, acaben por alterar la sustancia misma de la duración del mundo.
Porque lo que termina —en un sentido estricto— no es la novela, sino la inocencia con que creíamos conocer el transcurso de los días. Y así, tras la última página, se entra de nuevo en la realidad con una mirada levemente torcida: con la sospecha, difícil de explicar, de que algo ha cambiado sin que se sepa decir qué. Ahí radica el efecto más profundo de estas historias: no en la solución de un caso, sino en la hendidura que deja pasar lo inaudito como un zumbido persistente en el reloj del tiempo cotidiano.
Epílogo
Durante un tiempo, la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto, luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la Soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente, la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres.
Roberto Bolaño, Los detectives salvajes
After The Rain · John Coltrane
injerto de cierre ( inicio de la Obra maestra del escritor senegalés Mohamed Mbougar Sarr, que con 31 años ganó el Premio Goncourt 2021)
27 de agosto de 2018
De un escritor y de su obra, como mínimo, podemos saber lo siguiente: uno y otra caminan juntos por el laberinto más perfecto imaginable, un largo camino circular donde el destino se confunde con el origen: la soledad.
Dejo Ámsterdam. A pesar de lo que he averiguado, aún no sé si conozco mejor a Elimane o si su misterio se ha vuelto más intenso. Podría traer aquí a colación la paradoja de toda tentativa de conocimiento: cuanto más destapamos un fragmento del mundo, más conscientes somos de la inmensidad de lo desconocido y de nuestra ignorancia; pero esta ecuación solo traduciría incompletamente cómo me siento ante este hombre. Su caso exige una fórmula más radical, es decir: más pesimista en lo que a la posibilidad misma de conocer un alma humana se refiere. La suya se parece a una estrella eclipsada; magnetiza y engulle todo lo que se le acerca. Analizamos durante un tiempo su vida y, mientras nos levantamos, serios, resignados y viejos, tal vez incluso desesperados, murmuramos: sobre el alma humana no se puede saber nada, no hay nada que saber.
Elimane se hundió en su Noche. La sencillez de su adiós al sol me fascina. La asunción de su sombra me fascina. El misterio de su destino me obsesiona. No sé por qué se calló cuando tenía aún tanto que decir. Sufro, principalmente, por no poder imitarlo. Toparse con un silencioso, un silencioso auténtico, pone siempre en entredicho el sentido –la necesidad– de la propia palabra, de la que a menudo nos preguntamos si no es más que un fastidioso balbuceo, barro idiomático.
Me voy a callar la boca y a dejarlo aquí, Diario. Los relatos de la Araña Madre me han extenuado. Ámsterdam me ha dejado seco. El camino de soledad me espera.
Mohamed Mbougar Sarr, La más recóndita memoria de los hombres, Ed. Anagrama, traducción, Ruben Martín Giráldez
ZIA · Zona Imaginal Autónoma
ramonacrobata · 2025
Let’s be careful out there