Ensayo sobre la bifurcación como forma de mundo y el laberinto como episteme narrativa
“Me desdigo de lo dicho; pero no me desdigo de haberlo dicho.”
Rafael Sánchez Ferlosio, Campo de retamas
I
Decir que El jardín de los senderos que se bifurcan es uno de los relatos fundamentales del siglo XX no equivale a atribuirle —como suele hacerse— el mérito de una invención ingeniosa, una brillante paradoja o un juego de espejos bien pulido. Nada hay más superficial —y menos borgiano— que leer a Borges desde el ángulo del virtuosismo sin consecuencias. El cuento no es una pirueta de relojería ni un arabesco lúdico, sino un artefacto epistemológico que interroga la sustancia misma del tiempo, el sentido del relato, la economía de lo real y el poder destructor del lenguaje cuando se ve forzado a significar en condiciones de urgencia, de guerra, de codificación absoluta. Quien no lo entienda así, se queda en el zócalo de una catedral mental sin atrever jamás la ascensión por sus escaleras oblicuas.
II
La estructura del texto, en apariencia tan clara, es una construcción de tres capas: narración externa (el informe del espía Yu Tsun), narración interna (la huida y el asesinato), y núcleo especulativo (la teoría del tiempo como multiplicidad de líneas narrativas que coexisten sin anularse). Pero lo que Borges hace no es superponer tres historias, sino interferirlas. Y en esa interferencia reside la fuerza semántica del cuento, su capacidad de alterar el estatuto de toda narración. Lo histórico y lo metafísico no se contraponen, sino que se resuelven en una forma intermedia que no pertenece ni al mundo del espía ni al mundo del filósofo, sino al espacio donde ambos se cruzan: el acto de leer.
Esta es una de las primeras claves: el cuento no representa una teoría del tiempo, sino que la despliega formalmente. La lógica narrativa no sirve como vehículo de la idea, sino como su encarnación. El lector no contempla desde fuera una tesis sobre los mundos posibles: los transita sin saberlo. La lectura misma se vuelve bifurcación. Y en cada elección de sentido, en cada interpretación del gesto de Yu Tsun, estamos, sin advertirlo, abriendo un sendero que anula y a la vez conserva todos los otros.
III
El modo en que Borges disloca la lógica tradicional es digno de una lectura rigurosa. Si la poética clásica se sostenía en la linealidad del tiempo y la irrevocabilidad del acto (toda acción posee una causa y genera una consecuencia), el jardín propuesto por Ts’ui Pên —y realizado en la forma del cuento— disuelve ambas premisas. No hay un solo tiempo, sino todos los tiempos posibles coexistiendo. No hay una única acción, sino una constelación simultánea de decisiones que se bifurcan eternamente, como ramas que se multiplican sin podarse jamás. En términos más técnicos: el cuento opera con una lógica modal y no temporal. No importa lo que sucedió, sino lo que podría haber sucedido (y por tanto sucede en otro plano narrativo).
La decisión de Yu Tsun —matar a un hombre que lleva el nombre “Albert” para transmitirlo como información cifrada a los alemanes— es a la vez un acto criminal, un gesto comunicativo, y una paradoja moral. La violencia y la significación se funden en un mismo punto, mostrando así el carácter ambivalente del lenguaje cuando es forzado a operar en un sistema de equivalencias puramente instrumentales. No hay aquí símbolo: hay código. Y es precisamente esa transformación —de palabra a coordenada, de sujeto a blanco— lo que convierte al relato en un comentario brutal sobre el siglo XX: la era de las máquinas de cifrado, de las guerras totales, de los nombres que matan.
IV
Pero Borges no es un autor de tesis, sino un constructor de alegorías sin centro. Por eso, incluso en medio de la trama, introduce una miniatura especulativa que fractura todo lo anterior: el discurso del sinólogo Stephen Albert, en el que explica la naturaleza del libro laberinto escrito por el antepasado de Yu Tsun. Esa digresión —de apenas dos páginas— es el corazón nuclear del cuento, su zona de alta densidad simbólica. Allí Borges introduce el concepto que dará sentido al conjunto: el jardín no es un espacio vegetal sino una estructura lógica. Y su lectura no es un paseo: es una apuesta ontológica.
Ts’ui Pên —gobernador, sabio, asesino, monje— abandona el poder para escribir una novela que lo contenga todo. Fracasa, aparentemente. Pero lo que deja tras de sí no es un manuscrito coherente sino un caos: frases incompletas, tramas contradictorias, bifurcaciones sin resolución. Nadie entiende nada. Hasta que alguien, siglos después, comprende que el error era esperar una historia. Que el texto no es lineal, sino simultáneo. Que no se trata de elegir un camino, sino de aceptar que todos los caminos se recorren, aunque no se los vea.
V
¿Dónde está entonces el narrador? ¿Quién cuenta esta historia? ¿Yu Tsun? ¿Borges? ¿Ts’ui Pên desde la tumba? ¿O ese lector ideal que ha sabido leer el cuento no como relato de espías, sino como dispositivo metafísico? Esa ambigüedad no se resuelve, ni debe resolverse. El narrador se pliega, se multiplica, se disuelve en las capas del relato como una figura reflejada en mil espejos: ninguno muestra el rostro completo, pero todos lo insinúan.
De este modo, Borges plantea su propia poética: la literatura no como mímesis del mundo, sino como forma de mundo. No hay realidad detrás del relato, sino relato como condición de posibilidad de lo real. Escribir, en este sentido, no es representar, sino crear condiciones para que algo exista —aunque sólo sea por un instante— como una red de senderos posibles.
VI
Borges no necesita proclamar una metafísica. La construye en el gesto narrativo. No declara que el tiempo es múltiple: lo muestra en la forma misma del cuento. Y ese es el punto en el que su escritura alcanza una densidad filosófica comparable a la de los grandes sistemas: no por lo que dice, sino por cómo organiza el decir. El jardín de los senderos que se bifurcan no es un relato de ficción. Es una forma del pensar. Una lógica narrativa expandida.
Más aún: es una respuesta sutil —y devastadora— al tiempo moderno. Frente a la angustia de la historia, frente a la maquinaria del espionaje, frente a la violencia de los nombres que matan, Borges ofrece una estructura donde ninguna posibilidad se pierde. Donde incluso el crimen se inscribe en una red mayor que lo contiene y lo redime. Donde el acto más brutal —un asesinato— puede leerse como una forma de mensaje, un signo en un sistema inabarcable.
En ese sentido, y sin necesidad de moralizar ni absolver, Borges crea un mundo en el que la multiplicidad no es caos, sino condición del sentido. Un mundo donde todo lo posible ocurre, y todo lo ocurrido permanece.
VII
Se ha dicho que este cuento anticipa la teoría de los multiversos, la hiperficción interactiva, la lógica cuántica o los algoritmos ramificados de la IA. Todo eso puede ser cierto. Pero lo esencial no está ahí. Lo esencial es que Borges, con la economía de un relato breve, plantea una poética del mundo como bifurcación. Y lo hace sin proclamar, sin adoctrinar, sin levantar el tono. Como quien pasea por un jardín y, al llegar a una bifurcación, sonríe sin decir por cuál sendero ha de ir.
Porque —y esta es la lección última del cuento— todos los senderos se recorren.
El lector solo debe tener el coraje de aceptar que, en algún lugar, él también ha sido otro.
ZIA · Zona Imaginal Autónoma
ramonacrobata · 2025
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