Estamos atados a un círculo de fuego y nuestras lágrimas nos queman como plomo derretido

William Shakespeare, The King Lear

 En su memoria anidaban fugacidades pretéritas, ocasiones abortadas en plena potencia sin siquiera posibilidad de convertirse en acto, fracasos anunciados por heraldos desoídos, promesas rotas en el tiempo que dura un parpadeo, y también el chirrido inmanente de los grillos envolviendo el canto de los pájaros, a través de Villalvite. En cada decisión evitada, en cada palabra no pronunciada, en cada silencio ominoso, se prefiguraba la escasez de lo que era.

En la realidad, el Poder estaba allí y ahora; en la familia y en la escuela, en la fábrica y en los hospitales, en todas las instituciones que nos constituyen, no solo para aceptar, sino para necesitar la dominación, soberbio. Para enfrentar ese puño espantable y trémulo de Satanás enguantado en tonos rojos y oscuros metalizados, solo necesitaba de la escala temporal y la audacia decidida que suministra lo abismático, esa disciplina del presente que, cual trapero, recoge de la vida los jirones desprendidos de aquellos equivocados movimientos que exudan todas las humedades habitadas, convocando los recuerdos totalmente recompuestos que nos incitan, en medio de todo, a la acción innegociable propia del reaccionario que se resiste a la esclavitud, que abomina de todo mecanismo de aniquilación sistemática.

 Las paredes de la sima supuraban restos de vidas frustradas ajenas a su infortunio, y así, asomado al hueco, aprendió lo complicado que resulta deshacer una cama, sin deshacer al mismo tiempo un sueño, ideó conjeturas para salir de la hondonada profunda de su vivir clausurado, del insufrible letargo de su emoción anulada, para alzarse desde ese recóndito tajo, hacia aserradas verticalidades donde atrincherarse en la belleza de lo eterno viviendo el ahora en toda su profundidad sobre la incierta posibilidad de su cumplimiento. Sabía del doble filo del abismo que nos fija a su elíptico contorno con la poderosa fuerza de su atmósfera de incendio, capaz de someternos a su implacable ley como la fragua doblega al herrero a sus férreos postulados, pero no se arredró, pues no era eso lo que importaba; ni tampoco quién era, ni dónde se encontraba, ni el origen de la vacilación que lo clavaba eternamente a la barra de los bares. Lo que realmente importaba era que unas horas después de la firmeza de su resolución, su rostro estaba relajado bajo las gafas negras que le enmascaraban aferrado a los poderosos brazos del azar y del destino. Aquella noche el orden era perfecto, del silencio instalado en la oquedad de su alma no podía descifrase una sola palabra.

Let´s be careful out there