Arrancó otra margarita, y desparramando los pétalos blancos continuó: —Ponga en fila a esos hombres con sus martillos, a las mujeres con sus cazuelas, a los presidiarios con sus herramientas, a los enfermos con sus camas, a los niños con sus cuadernos, haga una fila que pueda dar varias veces vuelta al planeta, imagínese usted recorriéndola, inspeccionándola; y llega al final de la fila preguntándose: ¿Se puede saber qué sentido tiene la vida?
Roberto Arlt, Los lanzallamas
Dos asesinos encargados de matar a un hombre entran en un bar para localizarlo. Este es el planteamiento de uno de los grandes cuentos del siglo xx en el que Ernst Hemingway en alrededor de unas 3.000 palabras, relata la visita a un pequeño pueblo en las afueras de Chicago de dos sicarios lacónicos y bromistas, Max y Al, que se apoderan de un restaurante local una tarde para matar a un cliente habitual, un ex-compañero sin recursos, un boxeador conocido como el sueco.
Mientras esperan, los matones charlan con el cocinero y el camarero del restaurante, creando una atmósfera de acción y amenaza. El alter ego ficticio de Hemingway, Nick Adams, está en el restaurante y va a advertir al sueco que yace pasivo en su casa de huéspedes sin hacer ningún esfuerzo por escapar a su destino.
«The Killers» es una historia tensa, sutil y discreta en la que la mayor parte de la emoción latente de la trama está enterrada en líneas de diálogo recortadas que provienen de hombres con rostros ilegibles, pero donde lo crucial se esconde tras un gran signo de interrogación ¿ Por qué quieren matar al sueco, y cuál es la causa de que Ole Andreson una vez alertado por el joven Nick Adams, rehúse huir y se resigne con fatalismo a su suerte? Nunca lo sabremos. La respuesta tendremos que inventárnosla nosotros y esa es la grandeza y la dificultad del relato. Lo que Vargas Llosa llama » el dato escondido».
Pasando como sobre ascuas por la laberíntica simpleza de su complejidad, dese su publicación el cuento ha sido motivo de inspiración de artistas plásticos y cineastas, dos de los cuales, Edward Hopper y Andréi Tarkovski, forman parte inexorable de mi estética vital. En lo referente a Edward Hopper, anotar que en 1927 declaró a la editorial Charles Scribner’s Sons que le resultaba «refrescante encontrar un escrito tan honesto en una revista estadounidense», y que fue su lectura la que inspiró su pintura Nighthawks. Pero voy a referirme sólo al cortometraje de estudio de Andréi Tarkovski
El 10 de diciembre de 1975, Tarkovski anota una cita de Stendhal en su diario: “La vida es demasiado corta y no hay que pasarla arrastrándose ante canallas”. No resulta casual que el cineasta ruso rubricara la colección de sus confesiones más íntimas bajo el término Martirologio -vocablo que hace referencia a las actas judiciales abiertas por el Imperio Romano contra los primitivos cristianos-, perseguido y controlado como estaba por las instancias culturales soviéticas, preocupadas en alimentar a las masas con un cine políticamente controlado. El suyo, abstracto e intelectual, humano y simbólico, resultaba indeterminado y por tanto peligroso.
¿Cómo es posible que, en ese ambiente deprimente y represivo, luciera como uno de los autores más personales de la historia del cine? El propio Tarkovski, cuyo pensamiento ha quedado inmortalizado a través de la publicación de dos ensayos literarios y un diario que abarca su vida desde 1970 a 1986, define su labor como la de “un escultor del tiempo donde cada imagen supone una realidad intransferible, cada toma un tiempo propio que el director debe reconocer para ser capaz de desechar lo insustancial».
La historia del rodaje de los asesinos es simple. Bajo la dirección de Mijail Romm en la VGIK( escuela de cine de Moscú) y en colaboración con otros compañeros Andréi tuvo que cumplir con un trabajo estudiantil sujeto a ciertas pautas, entre las que se encontraban rodar solo interiores utilizando un pequeño grupo de actores , y basar la historia en un suceso dramático. Ahí el origen de su primer cortometraje.
Tarkovski no optó por un relato capaz de encarnar las tradiciones de su pueblo ni la ideología oficial vigente. Por el contrario escogió la obra de un célebre escritor occidental que combinaba en pocas páginas la concreción de una historia acotada en espacio y tiempo y que cumplía con las condiciones del trabajo estudiantil.
Ya a los 24 años Tarkovski se afirmaba como extranjero a la tradición de lo soviético y su cultura positiva y progresista. En cuanto a la elección de Hemingway no debemos pasar por alto que el rodaje coincide con un revival de la obra del estadounidense con la publicación en la Unión Soviética del «Viejo y el mar» dejando atrás la prohibición de muchos de sus libros.
En «Los asesinos» Tarkovski sigue una trama que avanza entre diálogos cortos que escamotean la mención del motivo que permitan entender los hechos expuestos. Los procedimientos formales se deslizan, operan por omisión y se llenan de silencios. La cámara no nos conduce a lo cierto ni a la resolución diáfana, y nos presenta los efectos antes que las causas. De esta manera, Tarkovski pretende expresar sensaciones y emociones inefables más allá del descubrimiento súbito de un secreto argumental. Sólo le interesa el fluir del tiempo que pasa. El encuadre es dilatado y lo que importa es el pausada trayectoria del movimiento de la cámara, el carácter elíptico de la historia.
La abulia del sueco, su pasividad, escapan a lo previsible, destacan como una rebeldía interna, máxima expresión de libertad personal. El sueco no actúa, y siente que su tiempo ya pasó, como si su vida anterior le hubiera atado las manos; echado en la cama de su cuarto, tiene la mirada perdida y la cámara muestra su actitud pasiva y de incertidumbre. Pero esa impotencia también alcanza a los asesinos que entran al bar llenos de un ímpetu que va perdiendo fuerza ante la imposibilidad de cumplir la misión a la hora señalada, o al joven Adams, mensajero del desastre , ese que sobreviene después de que alguien ha alertado de la caída. Caída inevitable a no ser que ocurra un «sacrificio» que no tendrá lugar. A Tarkovski le interesa que la imagen cinematográfica traspase los géneros, y desde su mirada poética, desnuda y libre, capta a la perfección como ningún otro cineasta el sentido íntimo del cuento de Hemingway, la verdad soterrada en el corazón de lo inevitable.
En el escueto prólogo a la joya editorial sobre el cineasta ruso publicada por Mishkin Narrrativas, Víctor Erice señala que» al evocar la figura de AndréiTarkovski, una pregunta me asalta: ¿ qué queda en el cine contemporáneo —en la memoria de los espectadores, en la consideración de críticos y profesionales, en el interés de las nuevas generaciones— de todo aquello que sus siete largometrajes, paso a paso, con tanta intensidad, construyeron? La respuesta, probablemente, encierra más de un sentido, al que no es ajena la más reciente evolución política y social del mundo, y muy particularmente la del país al cual el cineasta perteneció. Más allá del carácter de dicha evolución (que ha producido, por un lado, la quiebra completa del llamado socialismo real; y por otro, la globalización, que ha arrastrado consigo toda clase de mercados y soberanías nacionales), el paso de los días no ha hecho otra cosa que agudizar los síntomas de la enfermedad moral de nuestra civilización, la misma que Tarkovski denunció: de ahí la esencial vigencia de su obra».
Pese a ser un ejercicio de estudio en Los asesinos ya se atisba la capacidad de Tarkovski para lo contemplativo, para la exploración de lo espiritual y lo metafísico, su estética visual única y su profunda conexión con la experiencia humana y emocional. Tarkovski conoce como pocos que es «en la garganta donde se juntan las hojas secas de las lágrimas impidiéndonos respirar.
Let’s be careful out there