Lectura de 2084. El fin del mundo de Boualem Sansal

No podría vivir sin leer ni escribir. Es la única manera que tengo de descubrir el significado de un mundo confuso.
Hay un viejo dicho: «Sólo se vive dos veces»; y la vida que me importa más es la que puedo aprehender, o creo o espero aprehender, sobre el papel. Sin ella vegetaría.
Nunca hay ninguna seguridad, ninguna certeza previa. Pero con la ciega e intensa fe de que, por muy fugitiva que sea, puede y debe ser obtenida una significación a partir de los signos trazados en el papel, yo continúo.

Hay una forma de caminar, de mirar, incluso de callar, que revela si alguien fue amado de niño. Es un tipo de claridad contenida, sin afectación, que se instala en los gestos más mínimos. También existe lo contrario: una opacidad funcional, una obediencia vacía, una mansedumbre aprendida al precio de renunciar al propio pensamiento. Esa es la materia humana que puebla el mundo de 2084.

En la novela de Boualem Sansal no hay infancia. No hay amor en la infancia. No hay siquiera memoria de una infancia. Lo que existe es una sociedad anestesiada por el dogma, colonizada por la vigilancia y moldeada desde el terror. La novela no retrata tanto un régimen como una forma de daño emocional sistematizado. Una civilización construida sobre el miedo necesita borrar la posibilidad del afecto como lenguaje; necesita anular cualquier resquicio de ternura para instalar el dogma en el cuerpo.

«À Abistan, le passé n’existe pas. Notre histoire commence en 2084 : l’Année du Prophète.»
«En Abistán, el pasado no existe. Nuestra historia comienza en 2084: el Año del Profeta.»

Este pasaje introduce uno de los golpes más sutiles del totalitarismo sansaliano: borrar la infancia del mundo, todo origen, todo anclaje emocional previo. Ati lo siente sin nombrarlo: esa ausencia habla de una herida no revelada, un hueco donde debiera haberse sentido reconocido.

2084 se presenta como distopía, pero no conviene leerla como mera advertencia política. Es, sobre todo, un relato del alma exiliada. El Estado teocrático que gobierna Abistán —ese territorio sin historia ni disidencia— no necesita castigar para someter; le basta con evitar que los ciudadanos se sientan vistos, deseados, escuchados. Lo que Sansal sugiere, sin subrayarlo, es que el totalitarismo más perfecto no se construye con sangre, sino con abandono.

Abandonar al otro es una forma sutil de borrarlo.

La religión oficial, el lenguaje censurado, la imposibilidad de la duda: todo ello está al servicio de una estructura afectiva disecada. El gran mérito de la novela no está en la invención de una distopía teológica futura, sino en mostrar cómo esa distopía ya vive en el corazón de muchos adultos que no fueron amados cuando más lo necesitaban. Sansal no acusa: observa. No moraliza: comprende. Su protagonista, Ati, no es un héroe. Es alguien que empieza a notar —como un estremecimiento casi físico— que el mundo no es lo que le han dicho. Y ese gesto de duda no nace de una ideología sino de una fisura emocional: algo falta, aunque nadie sepa qué.

Tal vez el momento más conmovedor ocurra cuando Ati visita un pueblo excavado por Nas:

«Il ne restait que des maisons vides et des rues silencieuses. Pas de drapeaux de prière, pas de voix, pas de chansons.»
«Solo quedaban casas vacías y calles silenciosas. Ni banderas de plegaria, ni voces, ni canciones.»

Ese silencio arqueológico no es solo ruina: es el eco de una vida que pudo haber sido diferente, con infancia, con memoria, con amor. Ati capta, casi asombrado, que un mundo sin herida también es un mundo sin resistencia.

2084 no plantea la gran pregunta política del siglo, sino una pregunta más íntima, más insidiosa:
¿qué le ocurre a una sociedad entera cuando crece sin haber sido acogida en su origen?
Lo que ocurre es Abistán.
Y no hace falta esperar al futuro ni recurrir a la alegoría forzada. Basta observar cómo ciertos regímenes, antaño responsables de tortura sistemática y represión con firma personal, son hoy reincorporados a la escena internacional con la frialdad protocolaria de quien prefiere no mirar atrás, amparando la normalización política de lo monstruoso como en el caso del régimen sirio presidido por el criminal terrorista Bashar al-Asad que debidamente despiojado, aseado y despojado de turbante, queda convertido en un demócrata más pulcro que Pericles

Por eso, en lugar de leerla como alegoría del islamismo radical o del totalitarismo posmoderno, conviene entender esta novela como lo que realmente es: una parábola sobre la fragilidad humana cuando se le niega la posibilidad de haber sido acogida en su origen.
No se trata del amor romántico, sino de ese otro: el que da permiso para existir.

El libro se deja leer sin obstáculos: la prosa es clara, directa, sin exuberancia; ahora bien, su efecto no es ligero. Tras esa transparencia formal, se percibe una densidad ética, una tensión latente, una resonancia sombría.
Sansal no fuerza la emoción; la contiene. Y en esa contención hay una fuerza real, una incomodidad que crece sin alzar la voz.

Como en los adultos que, pese a todo, aprendieron a querer aunque nadie los sostuvo cuando todo era indefensión.
Se les reconoce por los ojos. Y por una forma inesperada de andar.

Boualem Sansal no es solo el autor de una gran novela. Es, en palabras de Jean Birnbaum, “uno de los pocos escritores contemporáneos que ha tenido el valor de mirar al fanatismo a los ojos sin retroceder ni edulcorar.” Su obra no pretende complacer. Ni siquiera advertir. Escribe como quien lanza una botella al mar: con la conciencia de que el silencio es también una forma de complicidad.

En tiempos de resignación o cálculo, Sansal representa algo más raro y más urgente: la fidelidad al lenguaje cuando todo alrededor exige que se calle.
Por eso 2084 no es solo una obra maestra de la literatura en francés, y una distopía necesaria. Es un acto de lucidez. Y de valor.

Epílogo


El Tribunal de Apelación de Argel ha confirmado recientemente una sentencia de cinco años de prisión contra el autor por el cargo de “haber socavado la unidad nacional.” Su compromiso con la denuncia del autoritarismo y de los regímenes teocráticos le ha costado ahora una condena ejemplarizante.

Todo escritor debe ser libre de expresar sus opiniones. Boualem Sansal no ha cometido otro “delito” que el de escribir con lucidez. Pero la lucidez, siempre ha sido peligrosa.

Sansal, Boualem
2084. El fin del mundo
Traducción de Javier Fernández de Castro
Barcelona: Seix Barral, 2016
(Colección: Biblioteca Formentor)

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