“I think something bad is happening, but everyone looks amazing.”
— Glamourama
La vigilancia se esconde en el estilo. La amenaza ya está ahí.
Victor Ward entra en el apartamento de Chloe. Todo está en orden. Hay una docena de botellas de agua mineral, cada una a medio consumir. En el mármol de la cocina, un porro mezclado con Xanax. La televisión está encendida sin sonido. Un fax ha llegado: “SÉ QUIÉN ERES Y LO QUE ESTÁS HACIENDO.” Nadie lo comenta. Nadie se altera. La escena está construida para parecer inofensiva.
La música de All Blues se despliega con el mismo engaño. Parece relajada, informal. Pero cada instrumento entra en el momento exacto. Cada compás gira sobre sí mismo. El ritmo te rodea, como si tuviera que encerrarte antes de dejarte marchar. Es un desfile sonoro que no permite desvíos.
Victor no piensa. Ensaya. Elige ropa. Observa su reflejo. Calcula su imagen. La crítica, en este contexto, no debe interpretar. Solo registrar. Acompañar esa superficie donde todo parece tener sentido, pero nada respira.
“Thirteen bottles of mineral water in various stages of consumption. Faxes that read: I KNOW WHO YOU ARE AND WHAT YOU’RE DOING.”
Trece botellas de agua mineral en distintas fases de consumo. Faxes que dicen: SÉ QUIÉN ERES Y LO QUE ESTÁS HACIENDO.
La novela no tiene centro. Hay atentados, muertes, cámaras. Pero nadie abandona el gesto. Nadie se va del plano. Los personajes siguen hablando de moda, de fiestas, de viajes. El terror no irrumpe: se disfraza.
La pieza musical repite lo mismo. La armonía no progresa. El blues ha sido modulado para no herir. Pero algo inquieta. Una frase no cae donde debería. Un redoble se adelanta. Todo vibra sin romper. Todo amenaza sin decirlo.
“There are explosions, yes. Bodies. Surveillance. But always the soundtrack. Always the clothes. Always the face in the mirror.”
Hay explosiones, sí. Cuerpos. Vigilancia. Pero siempre la banda sonora. Siempre la ropa. Siempre el rostro en el espejo.
All Blues y Glamourama coinciden en el artificio. Ambas piezas construyen un espacio de perfección que, lejos de liberar, encierra. La música no fluye. La trama no avanza. La perfección se convierte en una forma de inmovilidad, y la secuencia, en una rutina sin salida.
En ese mismo gesto, el texto también ha aprendido a desfilar. No interrumpe. Acompaña como una sombra en movimiento.
Así, nadie se detiene. Nadie recuerda. El plano no corta. La escena continúa porque ya no hay forma de concluirla.”
Glamourama o el atentado como pasarela
Hay novelas que anticipan. Hay novelas que repiten. Y hay novelas, como Glamourama, que colapsan con todo lo que se anuncia y con todo lo que se teme. Lo que al aparecer pareció un exceso, lo que muchos confundieron con un juego posmoderno de provocaciones gratuitas, ha terminado siendo una de las representaciones más lúcidas y crueles del tránsito hacia el siglo XXI. Porque lo que Bret Easton Ellis propuso —sin pedir permiso, sin pedir perdón— fue esto: mirar de frente el espectáculo y declarar la guerra al argumento.
No hay sátira en Glamourama. No hay ironía, al menos no en sentido estricto. Lo que hay es otra cosa. Hay una lengua contaminada. Hay una voz narrativa que ya no narra: repite, enumera, posa, lista, filtra, corta y edita. Porque en el mundo de Victor Ward —modelo, celebridad, holograma con ropa cara— el yo ya no existe. Lo que existe es la imagen del yo. Lo que existe es la edición del yo. Lo que existe es el yo convertido en archivo, el yo como eslogan. Ellis no imita esa estética: la habita, la sobrecarga, la rompe desde dentro. Lo que entrega no es una historia, sino una coreografía de signos que se desplazan sin necesidad de sentido. Y esa es su fuerza.
Todo se repite. Todo se remezcla. Todo se vuelve ritmo sin referencia. Y sin embargo, hay una trama. Sí, hay una trama. O al menos eso parece. Una célula terrorista integrada por modelos, atentados convertidos en piezas audiovisuales, sangre que estalla como si siguiera un storyboard. Pero la trama no avanza: la trama se deforma, la trama se pliega, la trama se niega a cerrarse. Cada episodio funciona como un loop, cada escena recuerda a la anterior, cada acción está contaminada por el espectáculo que la precede. Glamourama no quiere que sigas la historia: quiere que sientas cómo se derrumba el lenguaje mientras intentas sostenerla.
Porque eso es lo que hace: derribar el lenguaje de la novela desde dentro, disolverlo, volverlo escenografía. No hay desarrollo. Hay reiteración. No hay psicología. Hay estilismo. No hay memoria. Hay montaje. Y aun así —justamente por eso—, Glamourama es una tragedia. Una tragedia sin héroe, sin catarsis, sin redención.
Lo que Ellis entendió —antes de que Instagram fuera inventado, antes de que el terrorismo se volviera noticiable por estética, antes de que la cultura se transformara en flujo de imagen sin reposo— fue esto: la fama y el terror obedecen a la misma lógica. La lógica de la visibilidad. La lógica del impacto. La lógica del instante viral.
Por eso hay que leerla.
Por eso hay que volver a ella.
Por eso hay que dejarse arrastrar por su sintaxis enferma, por su precisión venenosa, por su estructura repetitiva que funciona como un espejo sucio: uno que te devuelve el rostro, pero a trozos, y sin saber si sigue siendo tuyo.
Porque Glamorama no nos cuenta una historia: nos muestra el daño de no tener ya ninguna.
ZIA · Zona Imaginal Autónoma
ramonacrobata · 2025
Let’s be careful out there