El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros.

Jorge Luís Borges, El jardín de los senderos que se bifurcan

No quería matarlo. Quería que supiera que podía haberlo hecho

Alessandro Baricco, Sin sangre

¿Y si el tiempo no fuera una línea, sino una constelación de huellas? ¿Y si la acción no surgiera de una decisión libre, sino del peso acumulado de las circunstancias, los recuerdos y las ficciones que habitamos? La literatura, cuando se vuelve forma de pensamiento, no opera como una lámpara que ilumina lo desconocido, sino como un cristal que fragmenta lo evidente. No responde: interrumpe. No concluye: bifurca. Su sintaxis no es la del juicio, sino la de la fisura. En lugar de resolver enunciados, los engrosa, los vuelve densos, pluridimensionales, habitables. Cuando roza lo filosófico, no esclarece lo real: lo erosiona, lo pone en suspenso, lo abre como una herida que no busca cerrarse. Por eso leerla no es interpretar en busca de un sentido último, sino aprender a caminar entre escombros, a habitar una lengua que incomoda más de lo que explica. En su versión más radical, la literatura no argumenta: socava. Y al hacerlo, nos obliga a pensar desde el lugar donde pensar duele.

En Sin sangre, Baricco elabora una narración que elude toda coordenada histórica concreta. La violencia no se localiza: se insinúa como una atmósfera permanente, un pulso latente bajo la piel de cada página. Nina, la protagonista, presencia en su infancia el asesinato de su padre y de su hermano. Desde entonces, su vida se convierte en un compás suspendido, una espera sin nombre que se estira como una cuerda tensa entre el trauma y la posibilidad. La escena final, donde Nina no ejecuta al último de los asesinos sino que lo invita a beber con ella, es menos una resolución que una actitud : “No quería matarlo. Quería que supiera que podía haberlo hecho.” Este gesto no se define por lo que realiza, sino por lo que retiene, lo que contiene en su centro una intensidad sin estallido. Paul Ricoeur lo diría mejor: “la memoria no es solo un regreso al pasado, sino una forma de proyección de sentido” (La memoria, la historia, el olvido, 2000). Así, el acto de Nina no es solo ético: es estético en el sentido más radical del término, una poética del límite donde el sentido se tensa sin quebrarse. Invita al lector a preguntarse si toda justicia debe pasar por la herida abierta de la violencia o si hay gestos capaces de interrumpir sin reproducir.

Nina actúa fuera del paradigma moral convencional. No hay juicio, ni perdón, ni venganza consumada. Solo un instante suspendido, una coreografía de lo no hecho. El tiempo, aquí, no se narra como flecha ni como abanico: se escucha como eco, como reverberación de lo que insiste sin cesar. El gesto no nace de la deliberación, sino del modo en que el cuerpo encarna la historia. Frente a esa figura, el lector no encuentra una lección, sino una inquietud. Una fisura que no exige tomar partido, sino sostener la mirada ante lo que no puede cerrarse del todo.

Desde otro horizonte, Borges en El jardín de los senderos que se bifurcan desplaza el acto hacia una concepción estructural y multiplicada. Yu Tsun, su protagonista, comete un asesinato cuya lógica solo se revela en una arquitectura de sentido donde el mensaje cifrado pesa más que el cuerpo. “El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros.” Esta frase, más que una declaración, es un plano: no del mundo, sino de la ficción como forma de pensar. En este universo, el acto no es una elección libre, sino una inscripción en una gramática de lo posible. El sujeto no actúa: se deja escribir por la estructura que lo contiene. Borges así desplaza la ética de la voluntad al diseño: la responsabilidad no está en el querer, sino en el trazo que deja lo dicho.

Gilles Deleuze, en Lógica del sentido (1969), argumenta que el acontecimiento pertenece a lo impersonal: no hay sujeto que lo genere, sino superficies donde se inscribe. Yu Tsun no elige: activa una posibilidad. Nina no perdona: escenifica una forma. Ambos personajes no encarnan dilemas éticos: los dramatizan como tensiones formales. Y es allí donde el lector se ve implicado, no como juez que dicta sentencia, sino como figura vulnerable que escucha en lo dicho el murmullo de lo no dicho. Leerlos es aceptar que toda comprensión conlleva una herida de sentido.

La literatura, en estos relatos, no representa el dilema: lo encarna en su materia. Martha Nussbaum lo afirma con precisión: “la literatura no enseña lo correcto; obliga a vivir en el terreno movedizo de lo humano” (El conocimiento del amor, 1990). Borges y Baricco no ofrecen modelos de conducta, sino formas sensibles donde el pensamiento no se explica, sino que se quiebra, se espesa, se arriesga. La ética no aparece como contenido, sino como gesto de lectura, como disposición a habitar la tensión sin anularla. Pensar con ellos es pensar a contraluz: sin la seguridad del argumento, pero con la verdad de lo que nos inquieta.

Así, hablar de una “decisión moral en un tiempo no lineal” no basta. Lo que estos textos revelan no es la libertad de elegir, sino la necesidad de responder —desde el cuerpo, desde la lengua, desde la grieta— a un pasado que ya nos ha atravesado. Esa respuesta no se articula en reglas, sino en formas. Y cada forma, al tensarse contra lo decible, exige del lector algo más que atención: exige implicación.

La literatura, al encarnar estos trazos, no consuela ni absuelve. Pero deja figuras. Un brindis en lugar del disparo. Un nombre cifrado entre pliegues de papel. Esas figuras no ofrecen salida, pero sí una exigencia: no renunciar al lugar desde donde las leemos. Porque en ese lugar se juega —sin dogma, sin alivio— nuestra forma de estar ante lo real.

Epílogo sonoro

Para quien desee prolongar la lectura no con ideas, sino con resonancias, propongo la escucha de “Autumn Leaves” en la interpretación del Keith Jarrett Trio en el Blue Note, el 3 de junio de 1994. Allí donde el texto articula figuras de lo irreparable, esta versión musical del clásico no cierra ni consuela: descompone el tema hasta volverlo paisaje, remolino, gesto suspendido. El trío no ejecuta una melodía: la interroga, la disuelve y la reinventa como forma abierta. En esa deriva melódica, la música se pliega a la lógica del desvío, la bifurcación, la forma que no concluye. Como la literatura, como el pensamiento, como todo lo que nos pide seguir sin promesa de llegada.

Bibliografía

  • Baricco, Alessandro. Sin sangre. Anagrama, 2002.
  • Borges, Jorge Luis. «El jardín de los senderos que se bifurcan». En Ficciones. Editorial Sur, 1944.
  • Ricoeur, Paul. La memoria, la historia, el olvido. Trotta, 2000.
  • Deleuze, Gilles. Lógica del sentido. Paidós, 1969.
  • Nussbaum, Martha. El conocimiento del amor. Paidós, 1990.
  • Camus, Albert. El hombre rebelde. Gallimard, 1951.

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