Continuava a salire, ma invano; intorno tutto taceva, il tempo non si muoveva più.

 Dino Buzzati, Il deserto dei Tartari

I am not sure whether I have lost my faith in the Empire or my faith in myself

J.M. Coetzee, Waiting for the Barbarians

¿Y si lo que más nos inquieta no es lo que ocurre, sino lo que no llega a ocurrir?
Entre un desierto real y otro proyectado —uno de arena y el otro de tiempo—, dos novelas separadas por décadas y lenguas comparten una misma respiración: la de la espera como arquitectura del mundo.
No son historias de acción, sino de lo que precede al movimiento. Su territorio no es el hecho, sino la inminencia.
Esta breve reseña no pretende trazar un mapa de esos territorios, sino caminar sin brújula por su clima.

A veces se entra en una novela como se entra en una casa vacía: no por lo que contiene, sino por el modo en que resuena el silencio.
En Buzzati y Coetzee, lo que se narra no es tanto una historia como una forma de conciencia: el instante prolongado, la expectativa sin objeto, la sospecha de que el mundo es solo un umbral sin puerta.
Buzzati escribe como quien ordena una ceremonia cuyos oficiantes han olvidado el rito. Coetzee, como quien registra con minuciosidad las huellas de un juicio que no ha tenido lugar.
Y el lector, en ambos casos, no avanza: es avanzado por el tiempo.

La fortaleza Bastiani, en Il deserto dei Tartari, no representa nada: es.
Es un lugar dispuesto no para defenderse de un enemigo, sino para albergar el fantasma de su llegada.
Giovanni Drogo, su protagonista, es joven cuando llega; lleva consigo una esperanza indefinida, esa mezcla de obediencia y ambición que suele confundirse con sentido.
Allí espera, como todos, la aparición de los tártaros, cuyo nombre no designa ni un pueblo ni un peligro, sino una forma de duración.
Y lo que Buzzati narra, en el fondo, es eso: la alquimia del tiempo cuando deja de ser medida para volverse sustancia.

En Waiting for the Barbarians, el enemigo es aún más incorpóreo: nunca se manifiesta, pero su sombra es suficiente para justificar castigos, vigilancias y sacrificios.
El Magistrado —funcionario sin nombre, sin héroes— comienza cumpliendo su rol dentro del engranaje imperial. Luego duda. Luego cae.
No en la infamia, sino en una conciencia que lo separa de todo lo anterior.
Coetzee desarma los sistemas de poder no desde la denuncia, sino desde la pregunta: ¿cuánto de lo que creemos proteger es, en realidad, lo que sostiene nuestra obediencia?

Ambas novelas comparten una particular forma de quietud. Pero no es la paz: es un umbral sin tránsito.
Lo que se espera no ocurre, y sin embargo modifica. El enemigo nunca llega, pero su ausencia da forma a la vida.
Como si toda existencia estuviera estructurada no en torno a un hecho, sino a la latencia de ese hecho.

Se han dicho muchas cosas sobre ellas: que son parábolas políticas, existenciales, incluso proféticas.
Buzzati nos habla del individuo encerrado en una arquitectura que ya no ofrece horizonte.
Coetzee, de la conciencia que despierta cuando todo lo que la sostenía se revela ritual sin dios.
Uno es más kafkiano, el otro recuerda al Libro de Job: un hombre justo sometido a una prueba que no comprende, no porque sea irracional, sino porque no hay ya voz que explique.
Ambos abren el mismo abismo: el de una espera que no termina porque no ha empezado.

Y quizá lo más perturbador no sea lo que dicen o la manera en la que están escritas, sino lo que dejan vibrando.
Ambas se leen como quien se adentra en una región donde el tiempo se respira.
No son novelas que concluyen. Son invocaciones.
Una vez cerradas, siguen ocurriendo.

Let´s be careful out there