La escritura como residuo de un mundo que se deshace

🎧 Parergon auditivo

Madredeus Os senhores da guerra

Desde un lugar donde ya no hay patria, ni casa, ni certeza.

A lo largo de los años —y más aún de las décadas, que es donde se cuecen las formas muertas— se ha ido consolidando la superstición, cada vez más extendida entre críticos, editores y lectores más o menos especializados, de que existe una cosa llamada “novela” cuyo deber moral (moral, insisto) es el de contar algo —lo que sea— con un mínimo de claridad, un principio de narratividad, cierta lógica de personajes, algún conflicto reconocible y, si el clima lo permite, una pizca de lenguaje interesante. A esto se le llama “buena literatura”. Y todo lo que no entre ahí es tachado de experimento, rareza, exceso o, peor, de impostura.

Pues bien, si uno se acerca a Esplendor de Portugal con esa idea en la cabeza, mejor que no se acerque. No porque no vaya a entender —aunque tampoco entenderá—, sino porque todo lo que en esta novela sucede (si es que sucede algo) ocurre en un lugar al que el lector bienintencionado, ese que busca una historia, no tiene acceso. La obra de Antonio Lobo Antunes, y esta en particular, no se lee: se atraviesa. Como se atraviesa una casa abandonada que aún conserva los retratos torcidos, las sábanas sobre los muebles, y ese olor indefinible —no sabría decir si a polvo, a humedad o a derrota— que sólo se encuentra en los lugares que fueron algo pero que ahora ya no saben bien qué fueron.

Aquí, cuatro voces —madre y tres hijos— hablan. Pero lo hacen como quien no quiere sino quedarse en silencio. Es decir, hablan para no tener que recordar, o para no tener que decir lo que el recuerdo arrastra. No hay diálogo, ni progresión, ni resolución. Hay una especie de mosaico enfermo, una polifonía desafinada, donde las voces no armonizan, no se contradicen, ni siquiera se ignoran: se superponen, como las manchas de humedad que crecen solas por la pared. Cada una de ellas, más que relatar, rumia. Y lo que rumian no es una historia sino una descomposición.

¿De qué? Del imperio, por supuesto —ese imperio portugués en Angola que, como todos los imperios, se creyó eterno cuando no era más que brutal y torpe—, pero también de algo menos nombrable: de la identidad como ficción, del lenguaje como fracaso, de la memoria como condena. Aquí no hay gloria posible. El título miente —y miente con ironía de bisturí—: el esplendor de Portugal no fue sino un malentendido sostenido por la costumbre. Y lo que la novela recoge no es su historia, sino su polvo.

Todo esto, claro, podría contarse de otro modo, si uno quisiera ser didáctico. Pero Lobo Antunes rehúye esa economía. Su prosa avanza —si es que puede hablarse de avance— como una criatura herida que se arrastra, gira en espiral, repite, tropieza con sus propios restos. Las frases son largas, vacilantes, densas como el aire de una casa cerrada. La puntuación, apenas insinuada, actúa más como resistencia que como guía. Todo se interrumpe, nada se resuelve. Como si el lenguaje, al intentar nombrar, se enredara en su propia materia y comenzara a balbucear, no por escasez de palabras, sino por un exceso de lucidez que lo colapsa.

Se ha querido ver aquí —y no sin razón— la huella de Joyce, de Faulkner. Pero la comparación, aunque legítima, resulta inofensiva. Lo que distingue a Lobo Antunes no es el uso del monólogo interior, ni su virtuosismo técnico, ni siquiera la complejidad de sus voces. Es la forma en que convierte ese dispositivo en una exposición implacable de la conciencia. Dijo Abel Barros Baptista que “o monólogo interior, em Lobo Antunes, é menos uma celebração da consciência do que uma exposição da sua ruína”. Y tenía razón. Porque en Joyce, incluso en sus pasajes más oscuros, hay una fe persistente en la vitalidad del lenguaje. Aquí no. Aquí solo hay restos.

Y en medio de esos restos, de pronto, aparecen frases que duelen más que un disparo. Como esta:

“Talvez por isso me custe tanto lembrar, porque lembrar é voltar a ser e eu não quero voltar a ser, não quero regressar àquele tempo em que Angola era o centro do mundo e nós os donos de tudo, dos negros, das árvores, dos rios, até do céu, e havia uma ordem nas coisas, uma ordem podre mas nossa.”

Toda la novela podría condensarse en ese “uma ordem podre mas nossa”. No se trata solo de constatar la podredumbre, sino de admitir que, incluso así, se la considera “nuestra”. Y es esa pertenencia, esa complicidad estructural —que no se lava con ideología ni con buena conciencia— lo que envenena el recuerdo. Porque recordar, en este contexto, no es un gesto noble, ni una reconciliación con el pasado. Es una recaída.

En otro momento, la madre —personaje desolador, prisionera de una dignidad que ya no sabe a qué responde— confiesa:

“Sempre vivi para manter a aparência, para que ninguém percebesse que estávamos a desmoronar por dentro, que a casa cheirava a mofo e a mentira, que os criados nos olhavam com pena e desprezo. Preferia a ilusão à vergonha. Ainda prefiro.”

Esa frase, que parecería bastar para condenarla, en realidad la salva. Porque al menos dice —y al decir, admite— que su vida entera fue una fachada, una impostura cuidadosamente administrada, una puesta en escena que se sostenía sobre el miedo al colapso. La metáfora de la casa que huele a mentira no necesita explicación. Todo imperio huele así cuando se lo mira desde dentro.

Pero lo que hace que Esplendor de Portugal sea más que una novela sobre el colonialismo portugués —más que una denuncia, más que un ajuste de cuentas histórico— es que su verdadera operación no ocurre en el plano del contenido, sino en el del lenguaje. Lobo Antunes no nos cuenta cómo se derrumbó un mundo: nos obliga a atravesar el derrumbe con la lengua misma. Y eso no se hace desde fuera. No se editorializa. No se comenta. Se vive.

El lector que entre en este libro esperando aprender algo sobre Angola, sobre Portugal, sobre la Historia con mayúsculas, quedará decepcionado. Aquí no se aprende. Se padece. Porque la literatura de Lobo Antunes —y esta novela en particular— no quiere enseñar nada: quiere impedir el olvido. Lo que ocurrió no se deja atrapar por el relato porque cada intento de decirlo se quiebra al contacto con la herida.

No se habla desde donde se quiere, sino desde donde se cae. La voz —esa cosa precaria que algunos siguen confundiendo con la autoridad— no es un acto de soberanía, ni una forma de expresividad, ni mucho menos un derecho: es el resto. El resto de una lengua que ya no sostiene, de un cuerpo que ya no manda, de una memoria que no ordena. Y quien cree que al recordar reconstruye, no ha entendido nada: recordar, en verdad, es asistir al derrumbe con los ojos abiertos. No hay forma de recordar sin contaminarse.

Toda narración que nace del colapso debería, al menos, no fingir estructura. Debería renunciar a la voluntad de forma, a la coartada del estilo, a la simulación del sentido. Pero aún se insiste en ordenar las ruinas. En ponerle puntuación a la catástrofe. En domesticar con palabras lo que las palabras, por sí solas, ya no pueden cargar.

Hay voces que no hablan: se filtran. No componen discursos: gotean. No narran: se desgarran. Voces que no quieren ser oídas, sino postergadas. No buscan contar, sino sobrevivir a lo que no se puede contar sin seguir mintiendo. Porque incluso la frase más humilde arrastra consigo una estructura de dominación: una sintaxis heredada, una lógica de causa y efecto, un pacto de inteligibilidad que, por lo general, ya está podrido antes de que se escriba el primer verbo.

En los márgenes del relato —allí donde no se exige ni claridad ni redención— puede haber, a veces, un balbuceo más honesto: un temblor sin pretensión de verdad. No porque no haya verdad, sino porque ya nadie puede sostenerla sin que se le derrumbe la lengua. Y es entonces cuando aparece el residuo: la voz caída, el tono roto, la frase que se forma no para explicar, sino para acusar.

No hay sintaxis inocente. No hay narrador fuera del mundo. No hay relato que no huela —aunque sea de lejos— a lo que intenta enterrar.

La decadencia no empieza cuando se pierde el poder, sino cuando ya no hay forma de decir que se lo tuvo sin que la boca se llene de ceniza.

Pecio: Sobre la voz y el desmoronamiento

El pasado —ese cadáver que seguimos maquillando con palabras— no se redime ni se interpreta. Solo se arrastra. Y Esplendor de Portugal lo arrastra con la prosa más enferma, más hermosa, más innecesaria —en el sentido más alto de la innecesaridad— que haya producido la lengua portuguesa en su siglo final.

Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there