ORIETTA: “A luce intermittente, l’amore si è seduto nell’angolo. Schivo e distratto. Esso è stato. Per questa ragione, non abbiamo più tollerato la vita.” 

JEP (sinceramente colpito): Nessuno mi citava più da decenni.

La grande bellezza, Scena15. Piazza Navona. Esterno. Notte

JEP: Che cosa è stato il cinema per lei?
 MAESTRO: Il cinema è una possibilità di sopravvivenza di fronte alla delusione che offre tutti i giorni la realtà. In verità, è il tempo che, determinando la realtà, la rende deludente. Ma la realtà, se scomposta, frantumata, ripensata, rielaborata, può diventare un grande spettacolo. 
JEP: La vita vera, per lei, non offre mai questo grande spettacolo? 
MAESTRO: Solo in una circostanza la realtà rivaleggia col cinema.
 JEP: Quando? 
MAESTRO: Quando irrompe l’amore. Lì, il tempo non batte più con i tempi della realtà.
La Grande Belleza. Scena 35. Casa. Interno. Giorno.

En los márgenes del clasicismo, donde la armonía se ha agrietado y el símbolo ha perdido su transparencia, habita una forma peculiar de belleza: lo grotesco. No se trata aquí de una mera categoría estética, sino de un modo de conocer, de una lente deformante que —al invertir los valores de lo sublime— revela lo que la claridad apolínea no puede decir. Lo grotesco es un lenguaje para tiempos en los que la belleza ha dejado de ser evidente. En esta clave, radica el  diálogo estético entre Paolo Sorrentino y Ramón María del Valle-Inclán: dos creadores que, desde medios diferentes, modelan ruinas, distorsionan ídolos y escarban bajo la superficie de lo bello para encontrar algo más verdadero.

En La grande bellezza (2013), Sorrentino construye una alegoría moderna en torno a la figura de Jep Gambardella: dandi, flâneur y relicario de una Roma saturada de belleza y vacía de sentido. Lo que al espectador se le ofrece es una danza de máscaras: fiestas que rayan en la parodia, sacerdotisas del arte performativo, personajes que se deslizan entre lo sublime y lo ridículo. La estética visual es deslumbrante: cada plano es un fresco barroco, cada movimiento de cámara una coreografía. Pero ese esplendor está siempre bordeado por una descomposición tan versátil, como la sofisticación de un escote «palabra de honor»que lejos de redimir, condena.

Al final  de la película, Jep, hace la siguiente reflexión:

Finisce sempre così. Con la morte. Prima, però, c’è stata la vita. Nascosta sotto il bla bla bla. È tutto sedimentato sotto il chiacchiericcio e il rumore. Il silenzio e il sentimento. L’emozione e la paura. Gli sparuti, incostanti sprazzi di bellezza. E poi lo squallore disgraziato e l’uomo miserabile. Tutto sepolto dalla coperta dell’imbarazzo dello stare al mondo. Bla. Bla. Bla. Altrove, c’è l’altrove. Io non mi occupo dell’altrove. Dunque, che questo romanzo abbia inizio. In fondo, è solo un trucco. Sì, è solo un trucco. 

Siempre termina así. Con la muerte. Antes de eso, sin embargo, había vida. Oculta bajo el bla bla bla. Todo asentado bajo el parloteo y el ruido. El silencio y el sentimiento. La emoción y el miedo. Los escasos e inconstantes destellos de belleza. Y luego la miseria y el hombre miserable. Todo enterrado bajo el manto de la incomodidad de estar en el mundo. Blah. Blah. Bla, bla. En otra parte, está la otra parte. Yo no me ocupo de la otra parte. Así que, que empiece esta novela. Después de todo, es sólo un truco. Sí, es sólo un truco.

Y esa reflexión revela que la belleza no es ausencia de fealdad, sino lo que se deja intuir cuando todo lo demás ha fracasado. Una belleza que duele precisamente porque llega tarde.

Valle-Inclán, desde su trinchera literaria, operaba con una conciencia estética análoga. El esperpento —su gran invención formal— no es simple caricatura: es una filosofía estética de la degradación. Consiste en mirar el mundo desde un espejo cóncavo, como él mismo afirma en «Luces de Bohemia», para devolver una imagen invertida de la realidad: despojada de su dignidad ideal, pero dotada de una lucidez crítica insoportable.

Max Estrella —ciego visionario, poeta trágico y bufón— encarna esa paradoja. En un fragmento célebre, proclama:

“Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. […] Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas.”

 Lo grotesco, entonces, no es deformación gratuita: es epistemología deformada. Un modo brutal de acceso a lo real.

Ambos mundos —el de Valle-Inclán y el de Sorrentino— están poblados por figuras que son máscaras. En Roma, como en el Madrid esperpéntico, la identidad se ha vuelto una superficie estilizada. Pero más allá del cinismo o la crítica social, lo que importa aquí es la operación estética: la máscara no oculta, la máscara es el rostro. El artificio no niega la autenticidad, sino que se convierte en su única forma posible en una época en que el mito ha colapsado.

En otra escena poderosa, Sorrentino muestra a Jep (Toni Servillo) y Ramona (Sabrina Ferilli) visitando los Museos Capitolinos en un paseo nocturno con su amigo Stefano (Giorgio Pasotti), quien “tiene las llaves de los edificios más bellos de Roma». No es necesario discurso alguno, sólo imágenes: ruinas, pájaros, un conductor que acelera, una ciudad que despierta… Allí se vislumbra algo que roza lo sagrado. La belleza, parece decirnos Sorrentino, no está en el discurso, sino en la grieta.

Así también en Valle-Inclán: bajo el lenguaje desgarrado y grotesco de Max, hay instantes donde emerge un lirismo brutal. En su recorrido nocturno, exclama:

“¡El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada!”

Este sentido trágico —que ya no se puede expresar desde el clasicismo— encuentra en lo grotesco su forma más alta.

Lo grotesco, en este sentido, no es lo contrario de lo bello, sino su reverso necesario en tiempos de decadencia. Cuando la belleza ya no puede mostrarse en estado puro, reaparece como ruina, como exceso, como distorsión. Así, tanto en La grande bellezza como en el esperpento valleinclanesco , el espectador es forzado a contemplar esa ambigüedad: no hay redención sin abismo. Y es precisamente allí, en el punto donde la estética se contamina con la náusea, donde lo bello revela su dimensión más profunda: la de una herida que no puede cerrarse del todo.

Jep Gambardella y Max Estrella son, cada uno a su modo, náufragos de lo absoluto. Han intuido alguna vez el resplandor de lo sublime —una mujer amada, una poesía verdadera, una infancia perdida— pero lo que les queda es la caída. Lo que los hermana no es el cinismo, sino el duelo. Ambos personajes recorren un mundo caído, pero no dejan de buscar, aun sin esperanza, un resquicio por donde se filtre lo real. En esta búsqueda, lo grotesco lejos de ser un obstáculo, es un mapa , una posibilidad. 

La gran belleza es una película de texturas barrocas, poblada de personajes excéntricos, decadentes, muchas veces ridículos. La cámara flota entre fiestas absurdas, rituales vacíos, ruinas majestuosas. Todo parece exhibir una superficie lujosa y corroída al mismo tiempo. Bajo la belleza escénica late una angustia espiritual: el vacío de una sociedad que ha perdido el sentido de lo sagrado.

Algo muy similar sucede en el universo del esperpento de Valle-Inclán. Para él, España no podía representarse desde los cánones realistas, sino a través del espejo deformante del callejón del Gato. Lo grotesco era su vía para revelar la verdad más profunda del alma española: una mezcla de tragedia y farsa, de grandeza y miseria. En obras como Luces de Bohemia, los personajes vagan por una realidad caricaturesca, donde lo sublime se ha vuelto irrisorio, y lo vulgar roza lo trágico.

Tanto Sorrentino como Valle-Inclán utilizan la distorsión estética como vía de conocimiento. En ambos, la belleza no es nunca ingenua ni decorativa. Es una máscara que cubre —y al mismo tiempo revela— el horror. Roma y la España valleinclanesca son escenarios de lo grotesco como vía para la epifanía. El espectador no contempla, sino que se enfrenta. No se le acaricia la retina, se le obliga a mirar más allá del brillo.

Jep Gambardella, como Max Estrella, es un testigo lúcido y cansado de una época agotada. Ambos se mueven entre ruinas: ruinas culturales, morales, incluso metafísicas. Pero también comparten un extraño sentido de la dignidad. A pesar del cinismo, conservan una llama de búsqueda, una nostalgia por lo auténtico, por una belleza que no sea solo fachada. En la grotesca teatralidad del mundo, aún ansían algo verdadero.

Valle-Inclán deformaba para denunciar; Sorrentino deforma para poetizar. Pero ambos, desde sus trincheras artísticas, se niegan a aceptar la realidad tal como se ofrece. Nos fuerzan a mirar el artificio, lo ridículo, el exceso… y en ese mirar incómodo, ocultan como una sombra que solo se vislumbra de reojo, la gran belleza.

Cuando el mundo deja de creer  en sus propios mitos, solo el espejo deformado nos permite ver con claridad. Valle-Inclán y Sorrentino la han visto. Y nosotros…¿ Qué somos capaces de mirar todavía? 

La juventud no es una edad sino un estado ontológico: impulso que irrumpe, instante que se afirma sin justificación.

En Valle-Inclán, su energía desgarra el mundo absurdo con el filo de la palabra; en Sorrentino, danza sobre las ruinas con una gracia que no pide perdón.

Lo fugaz no resta, consagra: porque arde y se consume, el instante se vuelve eterno.

Ser joven es no esperar: es habitar el tiempo como si fuera pleno, como si no hubiera después. Max Estrella y Jep Gambardella son hermanos espirituales: el primero, un poeta ciego que transita la noche madrileña en busca de dignidad; el segundo, un escritor desencantado que deambula por las ruinas de su éxito. Ambos se enfrentan a una pregunta muda pero omnipresente: ¿qué queda cuando la belleza ya no salva? Lo que Valle-Inclán grita en tinta negra, Sorrentino lo susurra entre luces de neón

Le’ts be careful out there